Camellos, lunas y cisnes: una travesía progresiva en dos actos
La noche cae con una llovizna imprecisa en mi ventana. El vinilo gira, lento, ceremonioso, como si supiera que está convocando no solo a Camel sino a una parte de mí que había dejado en pausa. Afuera, Quito respira con neblina y pan caliente. Adentro, los primeros acordes de The Snow Goose llenan la sala, esa donde habita mi alma audiófila, y donde el pasado vuelve a sentarse conmigo sin pedir permiso.
The Snow Goose (1975) siempre me pareció una rareza sublime. Una especie de álbum de cuentos sin narrador, donde cada instrumento murmura la historia de Fritha y Rhayader como si fueran recuerdos más que melodías. No hay letra, pero hay un relato. No hay voz, pero sí emoción. Camel logra aquí una especie de miniatura sinfónica que no necesita explicarse. Es el equivalente musical a dejarse caer sobre la hierba fría de la infancia, escuchando cómo los patos cruzan el cielo.
La primera vez que lo escuché fue en las ondas difusas de una FM que parecía emitir solo cuando la luna tomaba la palabra. Radio Jet, la llamaban, aunque para mí era más bien un faro en la niebla de la adolescencia. Solo tenía un viejo cassette Sony C-60, rojo como el corazón de un piloto encandilado, que resplandecía bajo las luces verdes del estéreo paterno. Y entonces sentí algo nuevo: una especie de vuelo estático, como si me meciera entre estrellas fijas, sin rumbo y sin caída.
Pero luego llegó Moonmadness (1976) y me cambió el mapa emocional. Si The Snow Goose era nieve que no derretía, Moonmadness era una luna que no se dejaba mirar. Siempre sentí que Moonmadness era lo que escucharías flotando en una burbuja de jazz progresivo, con los pies colgando sobre un acantilado marciano. Aquí, Camel deja de lado la solemnidad de Gallico y se entrega a un lirismo más suelto, más visceral, casi como si se hubieran cansado de mirar cisnes y prefirieran contemplar estrellas.
“Song Within a Song” suena como el monólogo interior de un astronauta enamorado. “Air Born” tiene algo de confesión suave en una cabina de grabación nocturna. Y “Chord Change”... Ah, esa sí que me agarra desprevenido. Como cuando uno se encuentra con una ex y no sabe si saludarla o abrazarla.
Camel aquí suena como si hubiera dejado de leer a Paul Gallico y se hubiese pasado al diario personal de un astronauta sentimental. No es un giro brusco, sino una maduración. Una invitación a dejar la infancia simbólica del cisne y aventurarse en la adolescencia melancólica de la luna.
El otro día, lo escuché completo en mi tornamesa, con el McIntosh encendido y la luz tenue de la lámpara vintage. Me vi reflejado en el vidrio del mueble: un hombre que ha aprendido a vivir con sus contradicciones, a mezclar nostalgia con bitrates altos, y a entender que la belleza está en el tránsito.
No sé si Camel sabía que estaba escribiendo una bitácora emocional cuando compuso estos discos. Yo sí sé que, cada vez que los pongo, mi alma se acomoda mejor en el mundo.
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