Brian Wilson nos salvó (y no se enteró)



En la penumbra azul de mi sala, justo cuando la aguja cae sobre el vinilo y el primer acorde de Wouldn’t It Be Nice flota en el aire, algo se acomoda dentro de mí. 

Hay discos que uno escucha por placer, otros por costumbre, y unos pocos —muy pocos— porque son el equivalente emocional de una catedral gótica construida con sonidos. 

Pet Sounds es eso. Un lugar donde refugiarse cuando el mundo resulta demasiado literal, demasiado ruidoso, demasiado idiota.

Afuera, el país sigue desangrándose en titulares. Adentro, Brian Wilson compone con perros que ladran, campanas de bicicleta, secciones de cuerdas que parecen salir de un sueño y líneas de bajo que no caminan: levitan. Mientras los demás Beach Boys seguían creyendo que estaban grabando canciones sobre chicas y surf, Brian construía un monumento sonoro a la vulnerabilidad. Como quien esculpe con lágrimas, con resaca emocional y con ácido lisérgico.

Mi copia del disco no es cualquier edición. Es la estéreo de Capitol, prensada con amor, o al menos con vinilo grueso y etiquetas color lima. La escucho con el respeto casi litúrgico que merece una obra que cambió para siempre la historia del pop. En el rack, la McIntosh destella como si estuviera rindiendo homenaje también. El brazo del tornamesa flota sobre el disco con una delicadeza que ni los terapeutas más empáticos podrían igualar.

Y ahí están: You Still Believe in Me, Don’t Talk (Put Your Head on My Shoulder), I Know There’s an Answer. Cada canción es una pregunta mal resuelta. Un intento de calmar la tormenta mental que hacía estragos en Brian, pero que, por alguna razón, nos calma a nosotros.

Wilson, sin saberlo, nos dio la banda sonora perfecta para los domingos tristes, para los lunes abrumadores y para esos jueves a las 3:14 de la madrugada en que uno se pregunta por qué sigue intentando ser una buena persona en un mundo diseñado para premiar a los cínicos.

No es un disco perfecto. Es mejor: es un disco humano. Lo que Rubber Soul insinuó, Pet Sounds lo llevó al paroxismo emocional. Y sin Pet Sounds, los Beatles no habrían hecho Sgt. Pepper’s. Así que, sí: este disco inventó el pop moderno. Pero lo hizo desde un estudio en Los Ángeles, con un genio desbordado de talento y roto de miedo.

No sé si Brian Wilson sepa todo esto. No sé si alguna vez lo supo. Lo cierto es que, en cada escucha, uno se siente un poco menos solo. Y eso —en tiempos donde todo se descompone— no es poca cosa.




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