Día 7 - Sin tabúes y sin bozal: por qué la prensa libre y plural todavía importa (y mucho)
“We allow no taboos against and seize every chance for the spread of knowledge.” —Timothy Garton Ash (sí, el tipo que habría sido un gran invitado de tertulia en Segundas Temporadas Podcast)
Si uno se asoma a mis estanterías de acetatos —esas joyas tercas que aún giran a 33 RPM en pleno 2025— descubrirá que incluso los discos más rayados conservan un encanto insobornable: la aguja salta, sí, pero la melodía reaparece con una especie de tozudez romántica. Algo parecido ocurre con la conversación pública. Viene golpeada por propaganda, troles y desinformación barata, pero sigue sonando; y cuando la silenciamos perdemos, como con un disco roto, la magia de toda la pista.
Ventilación, por favor
Quienes militamos en el viejo partido liberal —esa cofradía algo pasada de moda que aún prefiere el argumento al garrote— defendemos algo muy sencillo: si el aire circula, el moho ideológico no prospera. John Milton abrió la ventana en 1644 con su Areopagitica y advirtió que quien mata un libro mata la razón misma; John Stuart Mill la sostuvo abierta en 1859 recordándonos que la verdad se fortalece peleando y no rezando en coros homogéneos; Karl Popper remató un par de siglos después al recordarnos que la ciencia progresa ensayando y errando a la vista de todos, y que tapar la refutación es condenarse a supersticiones premium. Timothy Garton Ash, ya en pleno siglo XXI, puso todo eso en una sola frase que sigue zumbando en mis oídos: ningún tabú, toda oportunidad.
Dieta informativa de guerrilla
Hoy ingerimos noticias como papas fritas de esquina, rápidas y baratas, con origen incierto y un exceso de grasa digital. Desinformación es mentir con dolo; misinformación, meter la pata y viralizarla; propaganda, sazonar los hechos con agenda oculta. La ecuación es cruel: la viralidad se dispara cuando la emoción confirma el prejuicio y la verificación, que exige paciencia, queda relegada al rincón.
Lo que se nos rompe cuando callamos
La confianza pública se: el Edelman Trust Barometer apenas nos concede medio vaso de fe. Las redacciones locales, aquellas que olían a tinta fresca, ahora huelen a abandono o a pauta estatal demasiado fragante. Y la estadística se vuelve carne: más de treinta periodistas latinoamericanos asesinados en apenas año y medio prueban que el silencio no es un concepto abstracto, sino un cementerio con nombre y apellido.
Remedios sin hogueras ni ministerios del Silencio
¿Cómo se sana una esfera pública con marcas de guerra? Con transparencia brutal: si tu contenido lo parió una IA, dilo; si tu proyecto lo financia un mecenas, cuéntalo sin florituras. Con leyes anti-SLAPP que impidan que demandar para callar salga más barato que investigar para informar. Con fondos de resiliencia que ofrezcan dinero público concursable sin el manoseo del político de turno. Con alfabetización mediática que enseñe a olfatear deepfakes y a preguntar siempre, incluso antes de compartir un chiste, quién se beneficia. Y con consorcios de fact-checking que compartan datos verificados como si fuesen recetas clásicas: abiertos y replicables.
Epílogo con olor a café quiteño
Pretender combatir la corrupción castigando filtraciones es tan absurdo como exigir al Cotopaxi que no eche humo los lunes: sólo sirve a los que prefieren la penumbra a la luz. De modo que, lector de Segundas Temporadas, haz el favor de abrir la ventana, subir el volumen de tu escepticismo y, si el disco se salta, no lo deseches; límpialo, ponlo de nuevo y deja que la aguja siga su camino. Una verdad rayada siempre será mejor que un silencio impoluto.
Compártela sin miedo; las ideas, como los buenos vinilos, se disfrutan más cuando corren de mano en mano. Licencia Creative Commons BY-SA
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