Entre la luz que no hiere y el sonido que respira: Una noche con Live in Tokyo de Silvia Pérez Cruz y Marco Mezquida

La aguja toca el vinilo como se roza una herida que ya no duele. Afuera, la ciudad existe como un murmullo contenido; adentro, la sala apenas iluminada por azules quietos y violetas tímidos. Sobre el plato gira Live in Tokyo, y el tiempo, simplemente, se disuelve.

Silvia canta. Y no canta para mostrar, ni siquiera para decir: canta para recordar lo que creíamos olvidado. Su voz no vibra: respira. Y lo hace en el oído como un susurro de alguien que se ha desnudado mucho antes de desvestirse.

Marco Mezquida no acompaña: habita con ella. Se mueven como dos planetas que decidieron bailar su órbita mutua, sin gravedad más que la del alma.

Hay momentos en que el piano no suena: parece pensar. Una nota flota, se pierde, vuelve. El silencio entre las frases —ese arte japonés de lo no dicho— es lo que verdaderamente estructura este disco. Todo lo demás es ornamento.

No hay arreglos complejos, no hay adornos innecesarios. Solo lo esencial. Solo lo que puede decirse entre una lágrima que no cae y una sonrisa que no se nota.

En la portada, en sobrio blanco sobre gris claro, se impone el ideograma japonés “間” (Ma), que designa el espacio entre dos cosas: entre dos notas, dos personas, dos silencios.

No es vacío. Es un tipo de presencia invisible. Una pausa fértil.

Ese ideograma no decora el disco: lo nombra sin nombrarlo.

La edición en vinilo tiene algo sagrado. Las luces de mi equipo McIntosh titilan como luciérnagas eléctricas, y mi sala se convierte en santuario. El pressing es limpio, profundo. Se escucha el roce de los dedos, el aliento contenido, la reverberación lejana de una sala de concierto en Tokio donde también alguien, como yo, respiraba en silencio.

Este no es un álbum que uno “pone”. Este es un álbum que te espera.

Y cuando lo haces girar, se despliega como un haiku: breve, denso, inagotable.

Live in Tokyo no se escucha una vez. Se recorre. Se regresa a él como se vuelve a una carta escrita a mano, como se busca una voz en un contestador antiguo, como se vuelve —con la cabeza apoyada en el hombro de alguien— a escuchar juntos lo que nos dice la música cuando ya no queremos decir nada más.

Y ahí, en ese espacio de no decir, en ese Ma esencial, es donde este disco vive.

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