La patria vigilada y una ley de espías
Cuando Daniel Noboa anunció su cruzada contra el crimen organizado, pocos imaginamos que su verdadera ambición no era combatir a los mafiosos, sino vigilar a los ciudadanos. En un país donde no se pueden garantizar vacunas ni seguridad en las cárceles, el gobierno ha decidido que lo verdaderamente prioritario es montar una agencia de inteligencia con presupuesto secreto, autoridad sin límites y cero rendición de cuentas. Es decir, una versión tropical del Gran Hermano orwelliano, pero con más estética de TikTok presidencial.
La recién aprobada Ley del Sistema Nacional de Inteligencia —promovida con sigilo parlamentario y votada con lo justo, como todo lo que huele a trampa— es una oda al autoritarismo de diseño. Lejos de fortalecer la seguridad, legaliza la vigilancia política sin necesidad de orden judicial, entrega poder absoluto al Presidente para nombrar a su propio espía mayor (con rango de ministro, faltaba más) y permite interceptaciones de comunicaciones por mero antojo estatal.
Una ley así no se diseña para combatir al crimen organizado; se diseña para organizar el crimen desde el poder.
Porque, vamos, no seamos ingenuos: ¿qué se combate cuando se permite que las operadoras entreguen datos personales sin orden judicial? ¿Qué se protege cuando los fondos del flamante Sistema Nacional de Inteligencia (SNI) serán clasificados, auditables solo después de gastados, como si se tratara de una tarjeta corporativa en Las Vegas?
Se protege, eso sí, el derecho del poder a no ser molestado. A no ser investigado. A no ser incómodamente interpelado por esa especie en extinción que todavía llamamos periodistas.
La nueva ley no define finalidades legítimas, no delimita el uso de los datos, no exige proporcionalidad ni establece controles. Pero eso sí, habla de “seguridad nacional” con la solemnidad de un decreto divino. Como si la seguridad fuera el comodín para justificarlo todo: censura, persecución, vigilancia, opacidad, abuso. Todo bajo la promesa de un orden que no llega y que probablemente no llegue jamás.
Lo más siniestro —o risible, según se mire— es que esta Ley de Inteligencia aparece en un momento donde el país necesita desesperadamente inteligencia, pero no en formato de espionaje, sino en la forma más básica: inteligencia para gobernar, para planificar, para entender que la democracia no se blinda con micrófonos ocultos ni con contraseñas para espiar.
Y mientras tanto, el periodismo, ese molesto ejercicio de preguntar lo que el poder no quiere responder, queda a merced del nuevo leviatán. Porque ahora el espía podrá colarse en las redacciones, en los correos, en las fuentes. Todo en nombre de una patria que, más que segura, terminará silenciada.
La Ley de Inteligencia no es una norma técnica. Es una declaración de intenciones. Y esas intenciones apestan a control, miedo y represión preventiva. Es, en definitiva, el sueño húmedo de cualquier gobierno que se ha acostumbrado a gestionar con encuestas, algoritmos y consultoras de marketing. Porque mientras más información tenga el Estado sobre ti, más fácil es convertir tu miedo en obediencia.
Tal vez por eso Daniel Noboa, influencer convertido en Presidente, ha decidido que es mejor saberlo todo que gobernarlo todo. Porque gobernar requiere agallas, mientras espiar solo requiere presupuesto clasificado y una buena base de datos.
Ojalá algún día entendamos que la democracia no se fortalece con vigilancia, sino con verdad, transparencia y límites al poder. Que la inteligencia sin controles no es inteligencia: es delirio autoritario.
Y que cuando el poder dice “es por tu seguridad”, conviene revisar si no es, en realidad, por su impunidad.
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