Diarios Estoicos: A prueba de adhesivo
En las grandes superficies de la vida, la fortuna siempre ha sabido presentarse como un descuento imperdible: atractiva, súbita, decorada con papel dorado. Pero si uno escucha con atención —y sobre todo si ha leído algo de Séneca en noches de lluvia o de desvelo—, uno descubre que lo suyo no es dar, sino pegar. Y como los más peligrosos adhesivos industriales, se pega sin pedir permiso.
Dice Séneca que “la fortuna no tiene manos largas; a nadie atrapa si no está pegado a ella”. Es una advertencia de las que valen su peso en oro (y justo por eso, sospechosa): ¿y si somos nosotros quienes nos entregamos voluntarios al yugo dorado? ¿Y si la esclavitud más seductora es la que se disfraza de éxito?
No es casual que el estoicismo recomiende el salto, el alejamiento, la fuga elegante. No para vivir como anacoretas del siglo XXI, sino para conservar lo único verdaderamente propio: la autonomía del alma. La dignidad de no deberle nada a esa fortuna que hoy te aplaude y mañana te vomita.
Alejarse, entonces, es una forma de resistencia. Es renunciar al contrato implícito que propone la fortuna: te doy brillo si me entregas tus principios. Pero, como sabemos, el brillo sin sustancia es un barniz que apenas disimula la podredumbre.
Y en tiempos donde todo invita al enganche —likes, ascensos, reconocimientos, premios, rankings—, el gesto más radical, el más estoico, es aprender a despegarse. A decir no. A dar el salto.
No porque la fortuna sea mala, sino porque el alma es demasiado valiosa para volverse adherente.
¿Avanzamos con la imagen visual? Puedo generar una en blanco y negro de una figura humana alejada de un cartel brillante, o caminando fuera de un rastro de billetes. También puedo sugerirte una pista musical con aire de desapego sereno (como “Raðulfur” de Ólafur Arnalds o algo más tradicional como “Gymnopédie No.1” de Satie).
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