Los Hermanos Miño Naranjo o cómo aprendimos a amar la patria en do mayor

 

Hay canciones que nos llegan antes que el lenguaje. 

Uno no recuerda el día exacto en que escuchó por primera vez “Dolencias” o “Invernal”, porque esas melodías no llegan: se incrustan. 

Como el olor a alcanfor de la abuela, como la primera vez que se descascara un cassette con la uña. Los Hermanos Miño Naranjo no son solo un dúo musical: son una cápsula del tiempo, una unidad móvil del alma ecuatoriana, un pequeño ministerio portátil de identidad, despecho y zampoña.

Eduardo y Danilo, con sus impecables ternos, sus guitarras bien templadas y ese rango amplio casi místico, se convirtieron —sin decirlo nunca— en cronistas sentimentales del Ecuador profundo. 

No del Ecuador oficial, ese de próceres mal esculpidos y retórica inflamada, sino del Ecuador real: ese que canta en fiestas familiares con más emoción que afinación; que guarda el long play en la vitrina del comedor junto a la Virgen del Quinche; que llora sin pudor cuando suenan los primeros acordes del pasillo.


La estética del desencanto elegante

Lo suyo no era el tecnicolor de la música chicha ni la intelectualidad contenida del pasillo urbano. Era otra cosa: una elegancia dolida. Un romanticismo campesino que nunca renegó de la plaza, del gallo, del chagra. Casi sin querer, convirtieron su repertorio en banda sonora de cumpleaños, bodas, velorios y despedidas.

Tienen algo de Simon & Garfunkel serrano. Pero, a diferencia de los neoyorquinos, los Miño Naranjo no discutieron sobre derechos de autor ni se separaron por egos: simplemente siguieron cantando, cruzando décadas con una coherencia estilística que hoy sería calificada de resistencia cultural. Y vaya si resistieron.


Más allá del homenaje póstumo

En tiempos donde los algoritmos privilegian el escándalo y el “featuring” impostado, volver a los Hermanos Miño Naranjo es un acto casi revolucionario. Es elegir la pausa. Es aceptar que hay formas de dolor —y de belleza— que no necesitan autotune.

Por eso vuelvo a ellos en mi tocadiscos, en mi memoria y en este blog. No por patriotismo de feria, sino porque en sus voces hay algo que no hemos sabido reemplazar. Una ternura antigua. Una fidelidad melódica. Un amor por el país sin grandilocuencias.


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