Día 6: Escuchar el mundo para encontrarnos

Si alguna vez dudé del poder de una pausa, hoy comprendí que detenerse —con honestidad— puede ser un acto profundamente revolucionario. En este sexto día en Gummersbach, la sala de seminarios no fue simplemente un espacio para ideas: fue un espacio para escuchar. Así, sin adornos. Escuchar como verbo esencial, como principio ético, como acto radical.

Nos pidieron pensar en algo sencillo y devastador:

¿Cuál es la pregunta que más quisiéramos poder responder para nosotros mismos en este momento?

Y con esa pregunta, comenzó un proceso interior inesperado. El aula, con sus banderas sobre la mesa y sus sillas incómodas de formación alemana, se transformó en un lugar de encuentro íntimo. No con el otro, al menos no de inmediato, sino con uno mismo.

Porque cuando escuchamos, no solo descubrimos al otro. Descubrimos nuestra propia humanidad. Ese rincón que no habita en las certezas ni en las respuestas correctas, sino en las fisuras. En lo que no sabemos nombrar del todo. En lo que solo aparece cuando hay silencio y presencia.

Y pensé en todas las veces en que no he escuchado. En todas las conversaciones que parecían diálogo, pero eran solo turnos de espera para hablar. En cada interrupción mía —esa manía de anticiparme, de completar la frase ajena, de decir “sí, pero…” antes de que el otro termine de respirar—.

Hoy lo entendí.

Me declaro culpable de interrumpir constantemente y no escuchar.

Y desde este rincón en Alemania, con la tormenta de verano todavía retumbando en las ventanas, pido disculpas.

A Ella.

Y a todas las personas que no he escuchado.

Ahora lo sé. Ahora lo entiendo.

Las dinámicas del día, inspiradas en el enfoque de Nancy Kline, nos recordaron que el pensamiento necesita espacio, no urgencia. Que el respeto no se declara: se practica. Que una pregunta incisiva, colocada con ternura, puede abrir un mundo.

Nos hablaron de atención. De igualdad. De aprecio. De sentimientos. De diferencia. De información. De estímulo. De comodidad. De espacio.

Diez principios que no suenan a teoría política, pero que bien podrían ser los cimientos de una democracia auténtica.

¿Y cuál es la visión liberal frente a todo esto? Tal vez la más valiente: la que defiende el derecho de cada persona a pensar en voz alta sin miedo. A equivocarse sin ser cancelada. A expresar lo más íntimo sin ser ridiculizada. A existir, simplemente.

La tarde comenzó con una tormenta de verano muy fuerte, de esas que te arrinconan y te invitan al recogimiento. Pero al salir, sí había sol. Y un nuevo tipo de luz.

El instante

Una tormenta de verano irrumpe sobre Gummersbach con una furia inesperada. Llueve con esa intensidad que no da tregua, como si también el cielo necesitara vaciarse. Al salir, el sol: tímido primero, después audaz. Una nueva luz lo baña todo. No es metáfora. Es señal. Como si la Akademie misma —sus pasillos, sus ventanas amplias, sus frases cinceladas en piedra— nos dijera: “Después de la tormenta, solo sirve lo que se ilumina”.


El pensamiento

Hablar sobre libertad de expresión es fácil. Escuchar sobre ella, no tanto. Porque cuando se habla de censura, autocensura, miedo y precariedad, uno corre el riesgo de escucharse solo a sí mismo. Hoy no fue así. Hoy fue el día de la escucha: de lo dicho entre líneas, de lo que tiembla en la voz. Escuchar a colegas del mundo entero es también escuchar nuestras propias sombras. Escuchar para dejar de interrumpir. Escuchar para no reaccionar. Escuchar como forma de resistencia íntima frente al ruido que lo devora todo.

El detalle invisible

Una colega su audífono de traducción simultánea y lo deja a un lado. No por capricho, sino por concentración. Tuerce el cuello, toma notas en letra minúscula, asiente muy despacio. Cuando habla, no cita cifras. Dice: “Los periodistas no fuismos entrenados para escuchar sin interrupciones, nuestro trabajo consiste en cuestionar, preguntar, muchas veces a gente muy desagradable que sabemos nos miente”. Esa frase, nos devuelve a la realidad de un periodismo que a veces debe descender a los infiernos, aunque nunca debe pactar con el diablo.

Y luego está el silencio que sigue de mi propia confesión: “no he sabido escuchar”. Un silencio que no pesa, sino que libera. 

El eco

La voz de George Michael todavía resuena en la playlist del día anterior: Freedom! —pero hoy, más que un grito, suena como una súplica calma. Y pienso en “The Sound of Silence” de Simon & Garfunkel. Porque eso fue este día: el sonido del silencio que por fin aprendemos a escuchar. También el eco de tu propia culpa, al decir en voz alta que no siempre supiste hacerlo. Y ese “perdón, Verónica”, pronunciado con más verdad que cien discursos.



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