Día 9 Berlín — Desinformación: el pop más exitoso de nuestro tiempo

El instante

Una pantalla blanca. Letras grandes: “The Digital Epistemic Divide”. Suena a título de disco conceptual. Algo entre Pink Floyd y Laurie Anderson. Pero no: es el nombre técnico de un fenómeno que ya se nos metió en el cuerpo, como ese jingle que odias pero igual tarareas. Estamos en Berlín, ciudad donde las palabras aún importan, pero donde también aprendimos —de la forma más brutal— que las palabras pueden matar.

La jornada de hoy en la Akademie no se parece a una clase ni a un taller. Se parece más a una retrospectiva en el MoMA: “La desinformación como arte pop del siglo XXI”. En las paredes invisibles de esta galería mental desfilan memes, capturas de WhatsApp, cuentas fantasmas, influencers enmascarados de activismo y tías entrañables que reenvían fake news como si fueran recetas de cocina.


El pensamiento

La desinformación no se construye como un discurso: se diseña como un producto cultural. Como una canción de reguetón: repetitiva, pegajosa, predecible, pero eficaz. Una obra pop, en el sentido warholiano del término. Una estética de la repetición que no busca convencer, sino contaminar.

La presentación de hoy sobre “La desinformación y la cultura pop" de Gernot Wolfram es aterradora, pero precisa: los nuevos agentes de la posverdad no son bots rusos ni hackers búlgaros. Son el entrenador del equipo infantil, el director del coro parroquial, el grupo de papás de la escuela. Son redes de afecto convertidas en redes de transmisión. El medio no solo es el mensaje: ahora también es el mensajero tribal.

Y el canal por excelencia: WhatsApp, el nuevo MTV de la desinformación. No hay algoritmos que ordenar, ni trending topics que conquistar: solo confianza, cotidianidad y un sticker de Piolín con la frase “Dios te bendiga y no te dejes engañar por los medios”.


El detalle invisible

Como todo buen fenómeno pop, la desinformación tiene sus benchmarks: Correctiv, Katapult, Splice, The Berliner… pero al revés. Ellos, los buenos, luchan por el relato riguroso. Los otros simplemente lo parodian con más emojis, más suspenso, más ganchos. Porque si la verdad es compleja, la mentira pop es fácil de tararear.

Y como cualquier estrella pop, el éxito no está en el contenido sino en la viralidad. Es decir, en ser inolvidable, compartible, remixable. En hablarle al algoritmo emocional que todos llevamos dentro.


El eco

Entonces, ¿quién puede detener este artefacto pop de la distorsión? La última diapositiva lo pregunta en voz alta: “Who can solve the problem?”. Y los sospechosos de siempre aparecen: gobiernos, plataformas, periodistas, usuarios. Todos mirándose de reojo como si esperaran que otro hiciera el primer paso.

Pero la verdad —la de verdad— es que ninguna política pública puede competir con una buena historia de TikTok contada desde la indignación. Ningún reportaje de investigación tiene el mismo engagement que una conspiración bien contada en un Reel. La desinformación ha ganado porque entendió algo que a veces olvidamos: la verdad no basta con ser cierta; tiene que ser emocionante.

Sí, el fact-checking tradicional está muerto —o más bien, en estado de coma inducido por la saturación de datos, la polarización extrema y el cinismo cultural— entonces es hora de reinventarlo con narrativa, arte, irreverencia y presencia simbólica en el espacio público. 

Y ahí está nuestro desafío: reaprender a narrar, a emocionar, a ocupar el espacio simbólico. De lo contrario, seguiremos tocando sonatas en medio de una rave.

 Continuará... 

Comentarios

Entradas más populares de este blog

La memoria selectiva del poder: voceros, megáfonos y fantasmas del pasado

Ozzy Osbourne: el vuelo final del murciélago

Los caudillos no mueren en su cama