Beck y el lento despertar de los que ya no esperan nada
La aguja baja. El vinilo gira. Y uno se pregunta si Beck no habrá grabado este disco desde una cabaña escandinava, envuelto en lana cruda, mientras el mundo afuera se desmoronaba lentamente y él decidía no hacer nada al respecto.
Morning Phase no empieza: amanece. Se extiende como una neblina, con acordes que no te exigen nada, pero que, curiosamente, terminan por abrazarte como una manta vieja —de esas que ya no abrigan del todo, pero que uno se resiste a tirar.
El disco suena a post-catástrofe emocional. A alguien que ha hecho las paces con su naufragio. A ese momento en que uno deja de buscar explicaciones y se sienta simplemente a mirar cómo se cuela la luz por una ventana que no se ha limpiado en años.
Sí, hay algo de Sea Change aquí. Pero mientras aquel era una carta de ruptura enviada con furia y ternura, Morning Phase es más bien el diario de alguien que ya no escribe para nadie, apenas para no olvidarse de sí. Y en esa falta de pretensión, radica su belleza.
Los arreglos de cuerda parecen sacados del eco de una iglesia abandonada. Las armonías vocales no te atraviesan: te rodean, como si supieran que estás demasiado roto como para otro embate frontal. Y Beck, el mismo que alguna vez rapeó sobre comida rápida y robots con alma, aquí canta como si le hubieran prohibido toda ironía… aunque, si uno escucha bien, todavía se le escapa una sonrisa torcida bajo cada lamento afinado.
Escuchar Morning Phase en vinilo, con McIntosh encendidos y la sala en penumbra, no es una experiencia sonora. Es una forma de meditación laica. Una invitación a quedarte quieto, no por sabiduría zen, sino por cansancio bien llevado. Es, quizás, el soundtrack de los que sobreviven a todo sin hacer demasiado ruido.
Y eso, en estos tiempos de estridencia gratuita, se agradece como se agradece un buen disco: con la cabeza baja, pero el corazón latiendo todavía.
Comentarios
Publicar un comentario