Segundas andanzas: Diario cervantino desde Alcalá Entrada 2 – Mi vecino: Cervantes
Desperté con el golpeteo sordo de los pasos en la calle empedrada. El sol apenas rozaba la piedra roja del convento cuando salí a buscar café. La mañana era suave y exacta. Mi vecindario —lo sabría después— es también un acto de ficción: a unos metros de la Casa de la Novicia Mayr, donde habito con la mujer de pelo azul que custodia la llave, vive Miguel de Cervantes.
No hay un timbre. Hay una puerta abierta.
Cervantes no está. Pero su ausencia es rigurosa. Una mesa con frutas inmóviles. Un gabinete de loza castellana. Una silla esperando. Hay retablos de marionetas que narran capítulos imposibles del Quijote, y una figura de cartón piedra con la espada en alto que no amenaza a nadie, pero nos recuerda que alguna vez se creyó justa la lucha.
Una pareja de bronce me espera afuera. Don Quijote y Sancho, idénticos a sus dudas y desproporciones. Me acerco a uno, luego al otro. Les digo que vengo en son de paz, pero también que traigo preguntas.
Camino hacia la Universidad. Sus patios son formas geométricas del silencio. Pocos estudiantes en vacaciones, pero se oye aún el eco de las disputas. Y en la Catedral Magistral, los cimientos góticos y la calidez del barroco se disputan la atención con el rumor de los cipreses. Hay algo profundamente estoico en estas torres. Nada grita. Todo permanece.
Por la noche, el teatro: el Salón Cervantes rebosa de gente. Se cierra el Festival de Clásicos con la comedia Farra. El título no miente: hay un jolgorio medido, un desenfado barroco, una alegría que no es liviana. Y cuando las luces se apagan, la fiesta continúa en las plazas. Pasacalles, máscaras, fuego tímido, cantos que se diluyen en las calles. A pocos metros, mi refugio espera.
Cervantes duerme. O finge hacerlo.
Yo también intentaré cerrar los ojos. Pero la noche cervantina, con su mezcla de sueño y desvelo, no concede treguas fáciles.
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