Diarios estoicos: El ruido ajeno y la serenidad propia
Hay mañanas —más frecuentes de lo que uno quisiera— en las que uno abre los ojos y el primer pensamiento es: ¿por qué me tocó compartir mundo con semejante energúmeno? Puede ser el vecino que se cree DJ de reguetón desde las seis de la mañana. El conductor que decidió que el claxon es una extensión de su sistema nervioso. El funcionario público que hace de la ineficiencia una forma de arte. O simplemente alguien que, por alguna razón insondable, se ha convertido en nuestro “prójimo molesto”.
Pero entonces uno recuerda a Marco Aurelio.
“La voluntad de mi prójimo es tan diferente de la mía como su alma y su cuerpo”, escribió. Y uno respira. Porque el emperador estoico, que tenía que lidiar con senadores intrigantes, ejércitos desleales y pestes verdaderas (no solo redes sociales), comprendió algo crucial: que cada quien es movido por una razón propia, por una lógica que no es la mía, por una historia que no se parece a la mía.
Y sin embargo —y aquí viene el truco estoico— la Naturaleza nos hizo los unos para los otros. Aunque no lo parezca. Aunque ese “otro” esté escribiendo comentarios llenos de bilis en Twitter o te mire con desprecio en la reunión de la oficina. Aun así, estamos tejidos en la misma red.
Pero la lección más liberadora de esta meditación está en su segunda parte: si la perversidad del otro pudiera arruinar mi vida, entonces el destino de mi alma estaría en manos ajenas. Y eso —dice Marco Aurelio con la calma de quien ya ha visto de todo— no puede ser. Porque nadie puede condenarte a la amargura sin tu permiso.
Sí, el prójimo puede ser torpe, egoísta, incluso mezquino. Pero el verdadero error sería permitir que su error se convierta en tu ruina. Lo que piensan, dicen o hacen los demás no es tu carga. Tu carga es cómo decides actuar tú. Y aquí entra la voluntad: mi voluntad es mía.
Entonces, ¿qué hacer cuando el prójimo se vuelve insoportable? Nada. No reaccionar con furia. No pelear con fantasmas. No escribir pasivos-agresivos posts. Observar. Comprender que cada quien tiene su código interno. Y luego, en silencio, proteger lo único que sí está bajo tu control: tu carácter, tu juicio, tu serenidad.
A fin de cuentas, como bien sabía el emperador, lo más peligroso no es el otro. Es lo que tú permites que el otro despierte en ti.
Gracias por leer otra entrega de Diarios Estoicos en Segundas Temporadas.
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