Ozzy Osbourne: el vuelo final del murciélago
Elegía por el profeta disléxico del caos que cantó con voz de niño poseído y corazón de heavy metal
Se fue el Príncipe de las Tinieblas.
Pero más que eso, se fue uno de los últimos sobrevivientes de una raza extinta: los frontman imposibles, los antihéroes adorables, los dementes con alma de blues.
Pero lo que más duele es que con él se va otro pedazo de ese rock que no pedía permiso, que no tenía marketing plan, ni community manager. Se va el rock de carne y hueso, de feedback, de sudor y de distorsión sucia.
Y sí, hermano… se acaba una era.
Cómo llegó Ozzy a mi vida
Como todo lo que era Ozzy: a raudales, ilimitado.
No llegó por partes ni en orden cronológico. No se presentó con una biografía ni con un disco solo. Se instaló como un vendaval.
Escuché —casi al mismo tiempo— sus primeros cuatro discos con Black Sabbath y sus primeros cuatro discos como solista.
Fue, sin saberlo, un masterado sobre toda la oscuridad y toda la belleza que puede caber en el planeta Tierra.
Un curso intensivo de distorsión sagrada, riffs como cuchillos, letras que hablaban de guerra, locura, soledad, y una voz que parecía cantar desde el abismo... pero con ternura.
Desde entonces, nunca lo dejé de escuchar.
Esos ocho álbumes son, hasta hoy, mis discos de cabecera.
Compañeros permanentes del camino.
El soundtrack de mi rebelión adolescente, de mis días más oscuros y también de mis momentos de claridad extraña.
Ozzy no solo llegó. Se quedó.
Y hoy, al despedirlo, no lloro solo por el ídolo. Lloro por el eco que sigue resonando en cada uno de esos tracks que me formaron.
El instante
Lo supe a media mañana. No por un cable de agencia, ni una alerta en la pantalla, sino por el susurro impensado de un mensaje: “Ozzy murió”.
Y fue como si un amplificador se apagara en mitad del concierto.
No cualquier amplificador. El Marshall más viejo, más ruidoso, más glorioso.
Porque se fue Ozzy. Y con él, una forma de entender el rock: sucio, imperfecto, excesivo, humano.
Lo supe y lo sentí como si hubiera perdido al último de una tribu extinta.
El pensamiento
John Michael Osbourne —más conocido por su apodo de batalla: Ozzy— no solo fundó Black Sabbath. Fundó el metal mismo. Pero sería mezquino reducirlo a eso.
Ozzy fue muchas cosas. El desadaptado con dislexia que encontró en el grito una forma de sobrevivir.
El niño que robaba ropa interior femenina y que luego se convirtió en icono de MTV.
El animal escénico que le arrancó la cabeza a un murciélago y, décadas después, nos hacía reír con su torpeza encantadora en *The Osbournes*.
Cantaba como si algo lo poseyera, pero no era un demonio: era una melancolía muy antigua.
La de quien sabe que está jodido, pero sigue cantando.
La de quien carga con todos sus errores como una corona torcida.
Ozzy fue la prueba de que se podía ser ídolo sin ser perfecto.
De que se podía tener miedo, reírse de uno mismo, balbucear con el alma rota... y aún así escribir himnos eternos.
El detalle invisible
Pocos recuerdan que Ozzy lloraba en los ensayos.
Que “Dreamer” fue su modo de pedirle perdón al planeta.
Que hablaba de Sharon —su esposa, su mánager, su ancla— como quien le reza a una diosa doméstica.
Que cuando cantó “Mama, I’m Coming Home” no estaba actuando: estaba volviendo, como todos los desterrados, a una versión posible de ternura.
Y sí: nos hizo reír.
Pero también nos hizo sentir que en medio del ruido había un temblor humano, una fragilidad que no se disimulaba.
El eco
Ozzy ya no está.
Y aunque su figura quedará tatuada en remeras negras y portadas icónicas, lo que realmente perdemos es la posibilidad de volver a escuchar su voz en presente.
Con él se va la risa oscura de una generación. El último guiño de los que sabían que el caos también podía tener swing.
El rock pierde una criatura única.
Nosotros, los que crecimos con *Crazy Train* y *Iron Man*, perdemos un espejo quebrado que, sin embargo, nos reflejaba.
No se fue un santo, ni un mártir. Se fue un animal nocturno, con garras de riffs y alma rota.
Y por eso lo amamos.
Adiós, Ozzy.
Te fuiste volando con tus propios murciélagos.
Pero aquí abajo queda tu eco: imperfecto, sucio, inmortal.
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