Segundas Andanzas desde Alcalá – Último día: Buhardilla con luna llena


No toda despedida es melancolía. A veces se trata de guardar una última imagen como si fuera la página final de un diario secreto.

Y esa imagen, en esta historia, tiene forma de buhardilla.


Una buhardilla luminosa, en plena Calle Mayor, donde una mujer de pelo azul custodió mi estancia con la discreta hospitalidad de quien ya ha leído todos los libros. Desde allí vi, cada noche, cómo la ciudad se abría en abanico —entre cúpulas y terrazas— como si me narrara un cuento nuevo que Cervantes dejó a medio escribir.


Ahora, en esta última noche, la luna ha salido redonda y sin prisa sobre las torres de Alcalá. No como adorno, ni como emblema, sino como respuesta estética a la intensidad de estos días: las caminatas bajo los soportales, las cenas improvisadas, las cartas escritas y no enviadas, la música de Parov Stelar flotando sobre las copas de los árboles, el sonido grave de los trenes cercanos, la risa de los estudiantes en la plaza, el olor de las librerías viejas, la burocracia con aroma a novela corta, los poemas corregidos junto a una taza de café solitario.


Todo cabe en esa luna. Todo se archiva bajo su luz, que no juzga ni exige. Solo muestra. Solo ilumina.

Y yo, que vine por unos días, me voy con una certeza inesperada: hay lugares que no visitas, sino que te escriben. Te abren como una novela y te dejan ahí, entre líneas.


Mañana partiré.

Pero esta noche me quedo.

Con la luna.

Con la buhardilla.

Con la mujer de pelo azul.

Con esta ciudad que nunca será del todo ajena.

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