La casa que olvidó sus planos
No es que falten los recuerdos. Es que han aprendido a esconderse mejor que nosotros.
El olvido no es un vacío. Es una casa sin planos, donde cada puerta da a un pasillo diferente cada vez que parpadeamos.
Allí viven los nombres no dichos, las calles que solo existen en los sueños, el rostro del primer miedo y el sabor exacto de la leche tibia en una taza azul.
A veces entramos sin saberlo. Una frase nos abandona a mitad del aire, un gesto nos resulta ajeno, una lágrima cae sin tener destinatario.
El olvido no borra: desplaza. No niega: reordena. No calla: habla en un idioma que ya no dominamos.
Y sin embargo, cuando todo parece disuelto, cuando creemos haber perdido el último hilo, una imagen regresa. No como rescate, sino como signo.
Un pez de plata nada en la memoria nocturna. Una palabra antigua resucita en la boca de otro. Un poema se escribe solo con las migajas que dejó el olvido.
Quizá no olvidamos. Quizá solo cambiamos de memoria, como quien cambia de piel o de Dios.
Y al final, cuando ya no quede ni lenguaje, cuando la conciencia se haya replegado como un mapa mal doblado, allí —justo allí— el olvido abrirá su último cuarto con una sola silla, un libro sin título, y la certeza de que todo fue.
Aunque ya no recordemos qué.
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