Día 10 — Berlín: La objetividad y sus zonas grises


 

Hay frases que resumen épocas, otras que las delatan. Una de esas emergió, inesperada, durante la visita a las instalaciones de un medio público en Berlín. Un funcionario del medio, con la tranquilidad del burócrata europeo entrenado en la estética del matiz, nos ofreció su perla:

“No creo que durante la época del III Reich nadie haya llamado dictador a Hitler.”

No había ironía. No era sarcasmo. Era, más bien, la conclusión lógica de un discurso pulido por décadas de ambigüedad institucional. Una forma muy alemana —y muy global— de confundir objetividad con neutralidad moral. Como si el oficio periodístico no debiera nunca nombrar el mal, no fuera llamado a decir dictador cuando se trata de un dictador. Como si bastara con narrar los hechos sin el coraje de interpretar su profundidad ética.

¿No se llamó dictador a Hitler en su tiempo? ¿Y qué? ¿Debemos repetir ese silencio?

¿Acaso no es eso, precisamente, lo que el periodismo libre y plural juró nunca más hacer?


El instante

Todo comenzó con una caminata apacible por el canal Landwehr, esa vena líquida que surca Berlín como si quisiera purificar el peso de la Historia. Aguas oscuras, bordes verdes, cielo limpio. Caminaba, escuchaba música, pensaba en las crónicas pendientes. Y entonces: las pantallas de DW, la visita guiada, las preguntas al aire. La discusión se volvió espesa: ¿debe un medio público llamar “dictador” a un jefe de Estado? ¿Cómo se cubre a Putin sin convertirlo en caricatura ni en cómplice?

Un periodista latinoamericano preguntó por qué algunos medios evitan palabras claras frente a regímenes evidentes. Entonces, llegó la frase.

Y con ella, el silencio incómodo. El canal siguió transmitiendo. Nosotros salimos al sol.


El pensamiento

La objetividad no es ni debe ser sinónimo de asepsia moral.

Durante años, el mito del periodista neutral sirvió para esconder cobardías. Para justificar la equidistancia frente al horror. Para fingir equilibrio donde lo que hace falta es tomar postura.

El periodista no es un robot ni un algoritmo entrenado en balance estadístico. Es un ser humano con memoria, ética y, si tiene suerte, algo de lucidez. Llamar dictador a un dictador no es un acto militante, sino descriptivo. Y, a veces, necesario. Porque si no lo hacemos, ¿quién lo hará?


El detalle invisible

En una de las pantallas apareció fugazmente el rostro de una mujer indígena, hablando desde algún rincón de América Latina. No supe de qué hablaba, ni en qué idioma. Pero su gesto, su firmeza, su modo de mirar a cámara, me recordaron que hay voces que dicen más que toda la maquinaria institucional de occidente. Que la verdad también se revela en quien la habita, no solo en quien la relata.

El eco

Caminar de regreso por el canal fue como dejar atrás un eco de confusión institucional. Me acompañaba el sonido leve del agua y una vieja canción de Gilberto Gil:

“A fé não costuma faiá.”

 Quizá no sea la fe, sino la conciencia la que no debería fallar.

 Y en este Día 10, Berlín me lo dijo claro: No hay neutralidad posible frente a lo intolerable.

 Y sí, hay que llamar dictador al dictador. Aunque sea tarde. Aunque incomode. Aunque lo diga un ecuatoriano en camiseta negra frente a las cámaras de una vieja Europa confundida.


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