Segundas Andanzas: Entrada 4 – A golpe de swing lunar





El instante

No sabíamos que el swing podía volverse esponjoso, como una nube al anochecer. Tampoco que una burocracia municipal frustrante por la mañana en Alcalá podía encontrar su redención al otro lado de la línea C2 de Cercanías, con destino a Madrid, bajo las ramas altas del Jardín Botánico y la euforia de un beat balcánico en modo jazz-electrónico.

La escena: Noches del Botánico. Un festival que ha sabido conjugar el prestigio del jardín universitario con la necesidad de hacer vibrar los cuerpos. Y allí, sobre el escenario, Parov Stelar. No se trata solo de un músico: es un ingeniero de atmósferas, un alquimista de emociones sintetizadas.


El pensamiento

La jornada empezó como esas películas que abren con una escena burocrática: formularios, sellos, horarios administrativos, funcionarios lacónicos. Alcalá amaneció con esa mezcla de historia gloriosa y tramitología contemporánea. Luego, las reuniones en Madrid: eficaces, necesarias, sin mayores epifanías.

Pero lo que no se puede prever ni planear es lo que ocurre cuando cae la noche y alguien, desde un escenario azul violeta, enciende la batería electrónica como quien invoca una tormenta controlada. Parov Stelar no ofrece un concierto, sino una coreografía de luces y emociones, donde el jazz se mezcla con funk, el electro swing se vuelve pasodoble futurista y el público se convierte en orquesta de sombras saltando al unísono.

¿Y qué sentido tiene todo esto? Tal vez ninguno. Tal vez todo. Porque como nos enseñó el humanismo cervantino, hay una lógica superior en las cosas inútiles: el placer, la belleza, el movimiento compartido.


El detalle invisible

Las luces que cruzaban el cielo no solo eran efectos técnicos: había un dron melancólico que nos vigilaba como testigo silencioso, un camarógrafo aéreo de nuestra catarsis. Y, sin embargo, lo más hermoso fue ver a la pareja mayor que bailaba a un costado, entre los árboles, sin necesidad de seguir el ritmo exacto. Su coreografía era otra: la del amor que ha aprendido a improvisar.


El eco

Esa noche volvía tarde en el tren, rodeado de otras voces, otras lenguas, otros acentos. Un par de adolescentes hablaban de política sin saber que lo hacían. Una chica contaba que pensaba escribir sobre lo vivido. Un niño dormía en brazos de su padre, como si todo aquello —las luces, la música, la noche— fueran solo una arrulladora forma de ordenar el mundo.

Y yo, sentado en el vagón, sentí que todos los conciertos que vendrán ya estaban allí. Porque hay noches en que la historia no se cuenta: se baila. Y el swing se transforma en declaración política, en poesía sin palabras, en celebración de lo que no cabe en un formulario.

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