Día 12 – Bitácora final: la república imaginada, la escucha conquistada

 


Hay finales que no cierran, solo se disuelven lentamente en la conciencia. Este es uno de ellos.

Última mañana en Gummersbach. La sala está en silencio, pero aún flota en el aire el eco de tantas lenguas, ideas, desacuerdos, chistes, traducciones, silencios. Las sillas vacías no son sólo muebles: son memorias en pausa. La cartulina del ejercicio colectivo —la que dibujaba una “República de la Prensa”— quedó recostada en un rincón, como un manifiesto modesto y sin firma. Y sin embargo, ahí está: aún más real que muchas constituciones.

Este seminario no fue solo un programa. Fue una pausa lúcida. Una república momentánea. Una escucha conquistada.

Aquí aprendimos que la libertad de expresión no es un derecho abstracto ni una batalla ganada. Es una tarea cotidiana, plural, desgastante, reparadora. No se ejerce solo desde las redacciones o los micrófonos, sino también desde las preguntas que uno se hace, las dudas que se permite, el silencio que cede al otro.

En medio de la avalancha diaria de noticias falsas, discursos de odio, ruido digital y banalidad programada, este seminario fue un espacio anómalo: una tregua lúcida donde pensar seguía siendo un gesto posible. Y no cualquier pensamiento, sino ese que se construye entre pares, sin certezas absolutas ni dogmas de ocasión.

Descubrimos que la desinformación ya no se disfraza de amenaza: se viste de espectáculo, de pop art, de ironía sofisticada. Es la estética del simulacro la que ha colonizado nuestros imaginarios. Y entender eso cambia el enfoque: no basta verificar datos, hay que disputar relatos.

Pero si algo me llevo, si algo se queda grabado como línea editorial íntima, es esto: no estamos solos.

Somos muchos, en distintas latitudes, los que aún creemos en el valor de contar, contrastar, corregir, explicar, resistir. Los que creemos que la democracia necesita periodistas. Que los derechos humanos no se defienden desde la neutralidad anestesiada, sino desde una ética del coraje.

Y aquí, entre colegas de distintos acentos y trayectorias, escuché sin filtros ni suspicacias. Escuché con esa rara disposición de quien no espera réplicas sino conexiones. Y fui escuchado también. En mi idioma, en mis causas, en mis preocupaciones.

Nada de esto habría sido posible sin las dos moderadoras que guiaron el proceso como si fuera una pieza musical:

Kyle, afinada, precisa, con distancia justa y una inteligencia silenciosa que siempre abría puertas.

Ivavell, cálida, enérgica, siempre con una risa lista y una palabra que ponía a circular lo colectivo.

Juntas lograron ese raro equilibrio entre el método y la improvisación, entre el tiempo oficial y el clima emocional del grupo. Les debemos mucho.

Nos vamos. Con maletas que pesan más por las ideas que por la ropa. Con nuevos contactos, sí, pero sobre todo con una comunidad simbólica: esa que se forma cuando alguien, en cualquier rincón del planeta, decide que informar todavía importa.

Y aunque las palabras finales siempre corren el riesgo de sonar solemnes, lo diré sin dramatismo:

hemos vivido una experiencia formativa profundamente humana.

Y en estos tiempos, eso ya es una forma de resistencia.

 

 El Instante

Una taza de café medio vacía. Las valijas cerradas, pero la mente aún abierta. Afuera, el verde apacible de Gummersbach sigue inmutable, como si no supiera que todo está por cambiar. Adentro, una sala que ya no es aula, sino recuerdo reciente. Sobre la mesa, el marcador negro con el que escribimos “Press Republic” ya no marca nada, pero aún tiembla su trazo en la memoria. Se oye un “take care” dicho en voz baja, un abrazo que no alcanza el idioma, una mirada que agradece sin pronunciarse. El instante no fue una despedida, fue un pacto silencioso: esto que vivimos, no lo vamos a olvidar.

  

El Pensamiento

Quizá la libertad no es solo un derecho ni una consigna. Es una práctica de vigilancia sobre el poder y sobre uno mismo. La prensa libre no garantiza la verdad, pero sin ella la verdad se apaga en la penumbra de los regímenes. En este seminario comprendí que no se trata solo de defender medios, sino de defender la posibilidad misma del pensamiento crítico. Y que ese pensamiento, para ser libre, debe ejercerse en colectivo. La república de la prensa no se decreta: se imagina, se discute, se escucha. Se reescribe cada día.

 

 El Detalle Invisible

Un mapa de América Latina pegado en una pared de oficina en Berlín. Un gesto rápido con el dedo para mostrar dónde queda Ecuador. Al otro lado, una colega de Mali hace lo mismo con Bamako. Nadie dice mucho, pero el gesto es espejo: todos venimos de lugares donde hablar cuesta, donde informar tiene precio. El detalle invisible fue ese: una cartografía íntima de riesgos y convicciones que nos unió más allá del inglés técnico o del power point institucional. No compartimos un territorio, compartimos una urgencia.


 El Eco

Hay frases que no se olvidan. Una fue dicha casi al pasar: “No estamos solos”. Otra fue más elaborada: “La verdad no es el resultado de un consenso”. Pero el eco que me acompaña es más simple, más terco, más necesario:

“Gracias por escuchar.”

No porque se haya dicho en voz alta, sino porque fue el subtexto de todos los días. Ese eco, ahora, me sigue incluso en el silencio del tren de regreso.

 

La Latin Gang (versión con alma de sobremesa)


Entre mapas, pizarras y estaciones de tren, también se escribe el afecto. En la bitácora de este viaje, hay una página que no tiene fecha, pero que está subrayada en voz alta: la de la Latin gang.

Bris (o Bressia, si uno quiere formalidad centroamericana) es una tica de ideas claras y corazón grande. La “Señorita Bonita” —así bautizada por un barman polaco con más encanto que precisión fonética— supo equilibrar la agudeza analítica con una ternura que jamás se sobreactúa.

Vero, nuestra chilena de respuestas con filo y mirada lúcida, fue brújula y espejo. Hay ironía en su sonrisa, pero nunca cinismo: sus palabras son bisturí y bálsamo a la vez.

Anderson, el venezolano, es un tipo con humor blindado. No hay dictador ni algoritmo que le borre la sonrisa ni le tuerza la esperanza. Su buena onda es resistente al fuego cruzado de cualquier patria maltrecha.

Y Fer. Ah, Fer. Un angelito mexicano que no camina: flota. Sus silencios también dicen, sus carcajadas contagian. Uno quisiera envasar esa luz suya y llevarla en el bolsillo como amuleto para días oscuros.

Rosa y Dieter, nuestros intepretes, fueron nuestro cable a tierra con el resto del mundo.  

Éramos cinco, pero parecíamos más. Porque donde hay risas latinoamericanas, se multiplica la vida. Porque aunque nuestras realidades duelan, el afecto compartido nos recuerda que resistir también puede ser una forma de fiesta.

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