Transparencia para unos, sospecha para todos

 


Lo primero que uno aprende en este país es que las palabras viajan con disfraz. “Reforma” puede significar tijera, “modernización” puede oler a remate, “urgencia” suele ser una forma elegante de decir “no molesten con el debate”. Y “transparencia”, esa joya de vitrina, a veces es un espejo de doble cara: te ves tú, pero del otro lado te vigilan. La recién aprobada Ley de Transparencia Social –esa que algunos bautizaron, con ternura, “Ley de Fundaciones”– pertenece a esa familia de términos que, con una sonrisa para la foto, esconden dientes para la práctica.

Porque no estamos ante una corrección menor de trámites, sino ante un cambio de atmósfera: la sospecha como política pública. El texto parte de un supuesto que se cuela entre líneas y termina ocupando la sala entera: que las organizaciones de la sociedad civil, por el hecho de existir y mover recursos, son posibles fachadas de lo ilícito, tentáculos discretos de la economía criminal, cajas de resonancia de intereses inconfesables. Y si crees que exagero, piensa en tu comité barrial, el club de fútbol de la parroquia, la olla solidaria de la esquina o la casa de acogida que sostienen voluntarias con más convicción que presupuesto. Imagina a esa gente lidiando con un oficial de cumplimiento, formularios de rendición que piden rayos X de cada donación, un registro que se debe actualizar como reloj suizo en un país que todavía se cae a pedazos cuando llueve. Imagínalo y verás que no exagero: apenas traduzco.

La ley dice que reconoce la buena fe organizativa, pero a renglón seguido instala el catecismo del riesgo. Clasifica a las organizaciones en bajo, medio y alto, con criterios abiertos que habrá que completar en reglamentos (porque nada más transparente que dejar lo importante para después). Traslada obligaciones de cumplimiento pensadas para bancos y grandes empresas –manuales, matrices, auditorías, responsables institucionales, mapas de riesgo– al comedor comunitario que junta las monedas para el gas y al colectivo cultural que se organiza para mantener vivo un teatro de barrio. Y en ese movimiento, en ese trasplante sin anestesia, aparece la trampa: lo que se presenta como estándar de integridad se vuelve estándar de disuasión. No te prohíbo asociarte; solo te pido tanto, tan seguido y tan caro que te canses tú mismo.

Hablemos claro: la libertad de asociación no es un capricho de ONG, es un músculo cotidiano de ciudadanía. La ejercen el comité que reclama el arreglo de la bomba de agua, la asociación de padres que junta útiles para una escuela con goteras, la red de mujeres que acompaña a quien huye de la violencia, los chicos que se organizan para jugar un torneo sin árbitros vendidos. Esa constelación menuda sostiene una parte de la vida que el Estado no alcanza o no sabe alcanzar. Cuando conviertes ese ecosistema en un archipiélago de sujetos “de riesgo”, cuando le pides que se comporte como si fuese una sucursal bancaria, lo que se rompe no es un “modelo de gestión”: se rompe la respiración colectiva.

La ley avanza también por el carril de la forma, y aquí conviene detenerse. Fue tramitada con el sello de urgencia económica, un mecanismo útil para ciertas materias, sí, pero que no tiene por qué convertirse en la autopista de la regulación de derechos fundamentales. Los plazos comprimidos, la deliberación recortada y las reuniones a contrarreloj no son el ambiente más sano para diseñar un régimen que puede desembocar en intervención, suspensión o disolución de organizaciones. Si vamos a meter la mano en el corazón de la sociedad civil, lo mínimo es hacerlo a la luz del día, con paciencia de relojero, sin atajos.

Y está, por supuesto, el pecado original: la unidad de materia. A la ley que dice ocuparse de organizaciones le crecieron dentro unas costuras tributarias y otras mineras. En serio. Mientras te hablan de transparencia y SUIOS, aparecen artículos que tocan concesiones y determinaciones fiscales. Varias piezas que, por su peso específico, merecían su propia discusión, su propia pista de aterrizaje. Meterlo todo en la misma maleta no es solo mala técnica; es mala política: el debate se vuelve un laberinto, la ciudadanía se pierde, y el truco mayor –esa gimnasia de colar reformas por la puerta trasera– se vuelve costumbre.

Pero volvamos al núcleo, a esa zona en que el discurso virtuoso (quién podría oponerse a “la integridad” y “la rendición de cuentas”) se confunde con la práctica punitiva. El capítulo de transparencia activa y rendición no distingue con suficiente cariño el tamaño ni la naturaleza de las organizaciones. Pide publicar estados auditados, fuentes de financiamiento, políticas internas, indicadores y evaluaciones. Pide, de hecho, que todo esté en vitrina. Y la vitrina, en ciertos territorios, es un riesgo: cuando tu trabajo es acompañar víctimas, cuando tu barrio es zona de disputa del crimen, cuando tu labor humanitaria molesta a quien manda en la noche, no necesitas un reflector; necesitas protocolos de protección de datos, anonimización por defecto, un Estado que entienda que el derecho a saber convive con el derecho a no exponerse.

Los plazos del SUIOS son la otra cara de ese entusiasmo por el reloj. Treinta días hábiles para inscribirte, cinco para actualizar, reportes anuales. Hermoso sobre el papel. En la ruralidad sin internet, en las periferias donde la gente abre la organización de noche, después de trabajar, o en los colectivos que sobreviven con contadores tercerizados, esos plazos son un semáforo en rojo constante. Tú dirás: “es que deben ordenarse”. De acuerdo. Pero el orden sin criterio es solo un obstáculo pulcro: la fila que no te mata, pero te deja fuera.

¿Y quién vigila todo esto? La SEPS emerge en el texto como una estatua con demasiados brazos. Vigila, audita, requiere, interviene, suspende. La ley ofrece principios de buena fe y proporcionalidad, pero deja demasiadas llaves en el llavero de la reglamentación. A un costado, los artículos innúmerados de control y de disolución dibujan ese viejo comodín de nuestro derecho administrativo: “irregularidades”, “orden público”, “incumplimiento grave”. Palabras con elástico que, sin amarres, permiten leer la realidad con los lentes del humor del momento. A la hora de apretar el botón, lo que importa no es el sustantivo; es quién adjetiva.

Piensa en escenas concretas. Tu red de mujeres se financia con donaciones pequeñas y en especie; recibe una transferencia desde España para pagar dos meses de alquiler de la casa de acogida. Con la ley en la mano, debes subir datos a un registro público, mantener auditorías, listar beneficiarias y ubicar geográficamente proyectos. ¿Anónimas? ¿Se puede? ¿Quién decide? Si no lo haces, te cae un requerimiento; si te demoras, una suspensión; si se considera que tu “incumplimiento” fue grave, una amenaza de disolución. Esto no es un “escenario extremo”, es la vida cuando transformas la solidaridad en un expediente.

Tu club deportivo junta cinco dólares por niño para el uniforme. ¿Oficial de cumplimiento? ¿Riesgo de corrupción? ¿Mapas? La ironía es dolorosa porque es real: no hay crimen que cazar, pero hay formularios. No hay estructura criminal, pero hay indicadores. Y cuando la regulación no distingue, el resultado es la desigualdad por otros medios: los grandes, con asesores y equipos contables, cumplen; los pequeños, con voluntarios y caja de lata, renuncian. No te prohíben, te desalientan. No te persiguen, te extenúan.

El apartado de reformatorias añade otra capa de inquietud. A través de la modificación de la Ley de Economía Popular y Solidaria y del Sector Financiero Popular, se extiende el perímetro de control de la SEPS a cualquier organización que “maneje recursos financieros”. Qué expresión tan cómoda para quien controla: abarca desde una cuenta de ahorros hasta una gestión fiduciaria. Y como la Ley de Transparencia ya te pedía la mitad de la vida, ahora tienes una segunda ventanilla pidiéndote la otra mitad. Doble peaje, mismo puente. El argumento de fondo es siempre el mismo: “si no debes nada, no temas”. Pero el temor no viene de la culpa; viene de la carga. Es el miedo a fallar en la forma y pagar en el fondo. Es saber que quien no tiene para un auditor no tiene para defenderse.

La otra reformatoria –a la Ley de Participación Ciudadana– tiene una cara luminosa: reconoce formas de organización y su derecho a incidir, incluso frente a privados que prestan servicios públicos. Bien. El asterisco está en las organizaciones extranjeras y el “conforme a los procedimientos legales”. Si es registro declarativo, no hay problema. Si se convierte en licencia previa, sí lo hay. Lo diré sin rodeos: la autorización previa es un fantasma que creíamos haber echado de casa. Si vuelve disfrazada de procedimiento, volverá con hambre.

Todo este andamiaje, además, se despliega en un contexto jurídico que no es una hoja en blanco. La Constitución protege la asociación libre (art. 66.13) y exige debido proceso en toda actuación administrativa (art. 76). El principio de unidad de materia (art. 136) obliga a ordenar la casa antes de legislar. Y el bloque de constitucionalidad –ese paraguas que amplía el resguardo con los tratados de derechos humanos– impone a toda restricción el triple test: legalidad, necesidad en sociedad democrática y proporcionalidad. Las cortes regionales han sido tercas en esto: las disoluciones y suspensiones requieren causales precisas, estándares probatorios robustos y control judicial fuerte. No basta con la sospecha tatuada en la exposición de motivos. “Orden público” no es una contraseña mágica; es un concepto que hay que llenar con hechos, no con prejuicios.

Sé que a algunos este tipo de advertencias les suena a defensa corporativa de ONG. Les propongo un ejercicio más honesto: miren a su alrededor. ¿Quién socorre primero cuando la cosa se cae? ¿Quién organiza la minga para tapar el hueco que el Municipio no llega? ¿Quién acompaña a la víctima cuando la fiscalía abre y cierra puertas al ritmo del día? ¿Quién arma bibliotecas en barrios sin bibliotecas? ¿Quién hace que la vida duela un poco menos y sea un poco más digna? La sociedad civil no es un capricho ideológico; es la respuesta práctica a carencias estructurales. Es un puente de cercanía. Y es incómodo para cualquier poder porque recuerda, cada día, que el Estado está para servir, no para dominar; para habilitar, no para tutelar; para garantizar, no para castigar.

La transparencia que necesitamos no es la que exhibe; es la que ilumina. La que hace más claros los flujos sin poner a nadie en la mira. La que pide lo necesario y deja en paz lo irrelevante. La que entiende que hay datos que matan y datos que protegen. La que exige al grande lo que puede pagar y acompaña al chico para que no se caiga. La que cree en el control judicial y en el periodismo, no en el expediente como herramienta de gobierno. La que diferencia entre lo que hay que mostrar y lo que hay que cuidar. La que hace, en fin, más respirable la vida pública.

¿Se puede corregir el desaguisado? Siempre. Pero para eso hace falta reconocer que aquí hay más miedo que método, más prisa que prudencia, más prejuicio que evidencia. Hace falta, también, renunciar al vicio de legislar por reglamento, ordenar la casa de la unidad de materia, y abrazar la extravagante idea de que los derechos no se tramitan en ventanilla rápida. Hace falta, sobre todo, hablar con la gente que mantiene vivo este país sin pedir aplausos: las redes, las fundaciones, las asociaciones, las corporaciones de barrio, las comunidades. No para exigirles –eso ya lo saben hacer– sino para escuchar: qué se puede pedir, cómo, en qué formato, con qué ayuda, en qué plazos, con qué mínimos de humanidad.

Mientras tanto, hay que actuar. Exigir a la Asamblea que reabra la discusión y corrija el camino. Respaldar una acción de inconstitucionalidad que ponga en su sitio la unidad de materia, acote la discrecionalidad, y congele el uso de las causales elásticas para suspender y disolver. Preparar plantillas simples, bancos de formatos, asesorías solidarias: si el laberinto se quedó, hagamos mapas. Pedir a donantes flexibilidad y apoyo técnico: que su ayuda no se pierda en la traducción reglamentaria. Y cuidar los datos como se cuida un refugio: con celo, con decoro, con buenos cerrojos.

Todo esto puede sonar solemne, pero en el fondo es simple. Se trata de defender el derecho a juntarnos para hacer la vida un poco más vivible. Se trata de recordar que las grandes palabras –transparencia, integridad, rendición– no pueden ser martillos que golpean solo a los que tienen menos casco. Se trata de decir que la democracia se alimenta de asociaciones libres, no de expedientes asépticos. Se trata de no acostumbrarnos a la sospecha como aire que se respira.

Así que te hablo a ti, lector que no eres “ONG”: al dirigente del club de la esquina, a la tesorera del comedor popular, al profe que arma un taller con chicos a los que nadie mira, a la vecina que consiguió medicinas cuando faltaban, al grupo que pinta murales y evita que la noche sea solo noche. Esto también es tuyo. Si hoy se normaliza la sospecha, mañana te pedirán permiso para reunir a tu equipo; pasado mañana te suspenderán un convenio por “irregularidades”; y al cuarto día te pedirán que demuestres que no eres lo que nunca fuiste. No es teoría, es práctica. No es ideología, es barrio.

No nos pidan heroísmo. Pídanos cuentas razonables y nosotros haremos el resto, como siempre. Pero no nos pongan a jugar un partido con reglas de bolsa de valores. Y no nos digan que todo esto es por nuestro bien: ya nos sabemos el cuento. Lo responsable no es inflar la norma hasta que no quepa la vida; lo responsable es ajustar la norma para que la vida respire mejor.

Cierro con una invitación que, en estos tiempos, suena casi subversiva: organízate más. Sí, más. No para el enfrentamiento sordo, sino para la defensa lúcida. Escribe a tus representantes, firma, exige audiencia, apoya la demanda, comparte plantillas, dona a la que está en problemas, escucha a la que tiene miedo de quedar en lista. Y cuando te digan que la transparencia exige sacrificios, responde que sí: que exige el sacrificio de la soberbia regulatoria, el sacrificio de la tentación de mandar por reglamento, el sacrificio de la comodidad de desconfiar por rutina. Lo demás –los formularios, los reportes, los manuales– tendrá sentido si sirve para algo más grande que el archivo: si sirve para que nadie quede solo.

La ley, si no cambia, cambiará de manos, y ese es el otro miedo: que lo que hoy se llama “orden” sea mañana la excusa de otros para vigilar distinto. No la dejemos así. No dejemos que nos robe la respiración en nombre del aire puro. Hagamos ruido, hagamos causa, hagamos barrio. Que la transparencia vuelva a su casa: la de la luz, no la del ojo que todo lo ve. Y que la sociedad civil –esa criatura tozuda que hace lo que puede con lo que tiene– siga haciendo su trabajo sin pedir permiso para existir. Porque aquí, en esta esquina del mapa, si algo nos ha salvado siempre, es la terquedad de juntarnos. Y esa, por si a alguien le faltaba recordarlo, no se reglamenta: se ejerce.

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