Paquetazo nacionalista: ¿20 dólares para proteger a quién, exactamente?

Hay países que se abren al mundo para crecer. Y hay otros, como el nuestro, que le ponen impuestos a la curiosidad, a la necesidad, a la mínima aspiración de vivir en el siglo XXI. La última genialidad económica del Gobierno ecuatoriano consiste en cobrar 20 dólares por cada paquete 4x4 que entre al país, no importa si son medias térmicas, un mouse para trabajo remoto o una plancha para el cabello que en Quito costaría lo mismo que una cena en San Francisco.

El relato oficial es digno de una ópera bufa: que hay que proteger la industria nacional, que los pequeños productores están siendo desplazados, que el comercio justo, que el empleo digno. Se escucha el eco lejano de un discurso que podría haber sido pronunciado por un ministro soviético de 1975, solo que con menos convicción y más PowerPoint. Porque lo que de verdad protege este paquetazo nacionalista no es la industria ecuatoriana, sino a una minoría empresarial acostumbrada a vivir del privilegio, del contrato público y del sobreprecio.

Aquí nadie está trayendo Ferraris en cajas de cartón. Se traen cargadores, fajas reductoras, esmaltes con brillantina, luces LED, repuestos, libros. Y no por maldad neoliberal, sino porque simplemente no existen aquí, o existen a un precio absurdo. Y lo más grave: muchos de esos paquetes llegan a manos de pequeños comerciantes que revenden en ferias, en redes sociales, en tiendas improvisadas en sus casas. No son millonarios, son sobrevivientes. Esos son los verdaderos emprendedores de este país, no los que salen en los foros de la Cámara de Comercio diciendo que han innovado en la importación de clipboards con código QR.

A esos ciudadanos, el Estado ahora les dice: “Gracias por intentarlo, pero vamos a facilitarte el fracaso. Aquí tienes una tasa plana de USD 20, no importa si tu paquete costaba 30. Te queremos, pero queremos más tus 20 dólares”.

Y claro, todo esto viene envuelto en el celofán del discurso “productivo”: que hay que proteger a los trabajadores nacionales. ¿Qué trabajadores? ¿Los del sector textil quebrado por décadas de corrupción? ¿Los de la ensambladora que arma licuadoras con piezas chinas pero cobra como si fueran suizas? ¿Los del oligopolio de electrodomésticos que se reparten el mercado con sonrisas y aduanas?

No. Aquí no se protege al trabajo, se protege al margen de ganancia de quienes no quieren competir. Porque competir sería bajar precios, mejorar calidad, dejar de vivir del proteccionismo y la adulación mutua en almuerzos con ministros.

Pero lo más triste no es el impuesto. Es el principio que revela. Este país, cada vez que tiene una oportunidad de acercarse a una economía más abierta, más moderna, más libre, elige el miedo. Le teme al libre mercado como quien teme al espejo: porque sabe que ahí se verá su ineficiencia, su atraso, su falta de visión. Y entonces, en lugar de fortalecer a los productores para que compitan con el mundo, les regalan muletas: impuestos a los demás, subsidios selectivos, aranceles para disfrazar la mediocridad.

El resultado: consumidores castigados, emprendedores desmotivados, un Estado más metido en todo, cobrando sin producir, decidiendo qué puedes comprar y a qué precio. Y por supuesto, una clase empresarial encantada de jugar al libre mercado… siempre y cuando sea con red, árbitro comprado y rival maniatado.

Al final del día, uno aprende a resignarse: no hay nada más ecuatoriano que pagar por intentar progresar. Pero tranquilos, es por nuestro bien. El futuro será local, encarecido y con garantía de mediocridad nacional. Y si algún día llegamos a competir de verdad, será porque el paquete —milagrosamente— logró pasar sin pagar la tasa.

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