Palmieri sin remate: la belleza de lo inconcluso

Hay discos que llegan con una cicatriz en la cara. Unfinished Masterpiece entra a la sala con esa venda blanca de la portada como si anunciara, sin drama, que lo perfecto está sobrevalorado. Lo pongo en el plato y recuerdo que este álbum nació peleado con su discográfica, publicado “como estaba”. Bien: a veces lo inacabado es la única forma honesta de decir la verdad.

Aguja abajo y el sistema respira. El VPI Cliffwood sostiene el pulso; la VMN40ML lee el surco como quien descifra una partitura secreta; el McIntosh MA352 enciende su azul diplomático y todo se ordena. No hay nostalgia aquí: hay tensión. La percusión arma el andamiaje (campana y congas como corazón y sistema nervioso), los metales entran con filo de navaja, y el piano de Palmieri manda con esa mezcla suya de montuno y martillo, entre barrio y conservatorio.

Este disco es una bisagra en la obra de Palmieri: todavía baila con ferocidad, pero ya piensa en otras geometrías. En los cortes más extensos, la orquesta abre espacios para que el piano rompa y reconstruya el patrón; hay momentos en que el tumbao empuja la cintura y, de pronto, un giro armónico te saca del piso. En esta edición —bien prensada— el bajo deja de ser silueta: ocupa el centro de gravedad; los coros contestan con carne; la trompeta se vuelve luz dura en la frente.

La sala también hace lo suyo. Con las McIntosh encendidas, Unfinished Masterpiece no suena “bonito”: suena vivo. Se oyen respiraciones, pequeñas fricciones, esa microelectricidad que confirma que la salsa grande no es un souvenir tropical, sino una arquitectura que se sostiene en acero rítmico y riesgo armónico. 

¿Obra inacabada? Puede ser. Pero esta noche, en mi sala, lo que queda “sin terminar” es sobre todo una invitación: seguir subiendo el volumen y dejar que el disco termine de completarse en el cuerpo.

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