La sospecha como política: anotaciones desde la sociedad civil
Hubo un tiempo —no tan lejano— en que las leyes se concebían para abrir caminos. No para cerrarlos.
Un tiempo en que el derecho a asociarse no era una concesión del Estado sino una expresión de la ciudadanía. Y cuando alguien decía “sociedad civil” no pensábamos en un presunto delincuente, sino en un vecino que junta firmas, en una mujer que organiza una casa de acogida, en un joven que hace pedagogía ambiental con niños de su barrio.
Pero ese tiempo parece haber entrado en estado de excepción.
Esta semana, el presidente Daniel Noboa envió a la Asamblea Nacional un proyecto con título imponente —Ley Orgánica para el Control de Flujos Irregulares de Capitales— y propósitos más inquietantes de lo que sugiere la portada. El texto, presentado como económico urgente, se propone establecer un régimen severo de control para las fundaciones y organizaciones sin fines de lucro del Ecuador. El argumento oficial: evitar que estas sean “utilizadas con fines criminales”.
Hasta ahí, cualquiera podría asentir. Nadie en su sano juicio defiende el lavado de activos ni la opacidad financiera. Pero basta una lectura atenta para detectar el verdadero espíritu de la ley: una normativa construida sobre la desconfianza, sin evidencia, sin consulta previa, y con más punición que prevención.
El regreso del Estado sospechador
La exposición de motivos no ofrece un solo dato verificable, una estadística clara o una sentencia judicial que sustente la afirmación de que hay organizaciones “usadas para desestabilizar al país” o “impulsar la minería ilegal”. Lo que hay es una lógica: si algo se mueve en el campo social, mejor controlarlo. Y si no puede controlarse, mejor sancionarlo. O cerrarlo.
La ley no distingue entre organizaciones grandes y pequeñas, entre estructuras complejas y colectivos barriales. Impone auditorías externas obligatorias, registros financieros certificados, acceso irrestricto del Estado a la contabilidad y reportes periódicos que harían palidecer a más de una empresa offshore. Todo eso, sin evaluar riesgos reales, sin estudios previos, sin escuchar a los directamente afectados.
En vez de adoptar el enfoque de riesgo que recomienda el GAFI (Grupo de Acción Financiera Internacional), el proyecto aplica la receta inversa: un enfoque de sospecha generalizada que convierte al tejido social en campo minado. La prevención, en este modelo, se parece demasiado a la persecución.
Contra el espacio cívico, la hiperregulación
El artículo 16 de la Convención Americana de Derechos Humanos establece el derecho a la libertad de asociación con fines lícitos. Y añade una fórmula exigente: toda restricción a ese derecho debe ser legal, necesaria y proporcional. Esta ley no pasa ese examen.
¿Es legal? Tal vez. ¿Es necesaria? Difícil de argumentar sin datos. ¿Es proporcional? Claramente no. Disolver una organización por una falta administrativa —como no subir un informe a tiempo— no es proporcional. Exigirle a una casa cultural autogestionada que contrate una firma auditora, tampoco lo es.
Lo que está en juego no es solo la legalidad de una norma. Es el ecosistema democrático en el que florecen (o se marchitan) las iniciativas ciudadanas. Un país sin sociedad civil fuerte no es más gobernable. Es más autoritario. O más frágil.
Democracia no es obediencia
La sociedad civil no es un decorado. Tampoco es un adversario. Es un contrapeso saludable, una reserva ética, un catalizador de transformaciones sociales que el Estado, por sí solo, no puede ni debe monopolizar.
Cuando un gobierno elige regular con lupa lo que no comprende, lo que teme o lo que le resulta incómodo, no está modernizando la institucionalidad. Está volviendo a los viejos reflejos autoritarios: control, vigilancia, castigo. Y está minando el pacto social que requiere confianza, colaboración y respeto mutuo.
Desde las organizaciones que defendemos derechos, que trabajamos con las comunidades, que hacemos rendición de cuentas todos los días —y no cada cuatro años—, solo podemos responder con firmeza democrática: esta ley no fortalece al Estado, lo aísla. No combate el delito, penaliza la acción cívica. No moderniza el país, lo empobrece en ciudadanía.
Por eso, esta vez, Segundas Temporadas también es una carta abierta.
¿Qué podemos hacer?
Este no es un artículo más. Es un llamado. A las organizaciones, a los ciudadanos, a quienes creen en el derecho a asociarse sin miedo. La ley no está aprobada aún. El debate parlamentario está abierto. Y también lo está nuestra voluntad de dialogar, aportar, proponer.
Por eso, exigimos un proceso abierto, participativo y respetuoso de los derechos fundamentales. Exigimos que se escuche a quienes sostienen la democracia desde abajo, con esfuerzo diario y sin titulares.
Hoy más que nunca, defender la sociedad civil es defender la libertad.
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