Cuando el Rey Carmesí pasó por mi sala

Había algo en el aire.

Ese zumbido mínimo que precede a los rituales. Esa electricidad muda que habita los discos antes de sonar.

Tal vez fue el gesto —repetido mil veces— de levantar la tapa del giradiscos, posar la aguja con lentitud, mirar la portada con ese rostro desbordado de pánico existencial y ternura deformada.

In the Court of the Crimson King no es un disco: es un espejo curvado hacia adentro.

Es 1969, pero también 2025.

Es el Londres de los primeros mellotrones, y también esta sala mía, azulada, quieta, con el McIntosh MA352 encendido como un tótem de válvulas y músculo.

La música no entra. Se despliega.

“21st Century Schizoid Man” estalla como si Fripp y Lake me hubieran estado esperando.

Y el MA352, que nunca impone pero siempre conduce, ordena ese caos con una mezcla de severidad y ternura.

Siento cómo la madera del bajo cruje, cómo las baquetas rozan antes de golpear. Cada golpe no duele: resuena en el esternón.

Y entonces, el viento.

“I Talk to the Wind” llega como un suspiro contenido, como la voz de alguien que sabe que no será escuchado pero igual habla.

Mi cápsula VMN40ML, fiel y sigilosa, saca de ese surco un temblor que se parece a la melancolía que uno siente cuando todo suena bien y no hay nadie más en casa.

“Epitaph” no suena: se alza.

El mellotrón se vuelve piedra, como una catedral que crece desde el piso de la sala.

La tristeza que trae esa canción no es exagerada: es justa. Como si Robert Fripp supiera que el mundo se va a acabar todas las noches y que igual hay que afinar la guitarra.

Y cuando suenan los acordes que anuncian la Corte del Rey, uno ya no está aquí.

O mejor dicho, está más aquí que nunca.

El vinilo gira. El azul del McIntosh pulsa. La portada observa. Y uno, solo, escucha.

Escucha como quien guarda un secreto.

Como quien acepta el juramento de una corona antigua.

Como quien comprende, sin palabras, que el arte no envejece, solo se vuelve más nítido con el paso del tiempo.

El Rey Carmesí me visitó anoche.

No dejó rastro, salvo este temblor suave que todavía tengo en el pecho.

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