Ochenta maneras de decir “España” sin banderita (y con auriculares)
El número 400 de Rockdelux pesa lo justo para que uno recuerde que la música, antes de ser nube, fue papel que manchaba los dedos. Lo abrí con la curiosidad del coleccionista y la suspicacia del periodista: ¿de verdad se puede resumir el primer cuarto de siglo en 400 álbumes? No sé si se puede. Pero hay un gesto que me ganó de entrada: dedicar ochenta lugares a la parcela “hecha en España”. No como cuota patriótica, sino como constatación de densidad. Ochenta maneras de decir “España” sin banderita, con acentos distintos, y —spoiler— sin pedir permiso al algoritmo.
Hago una pausa para confesar el vicio: me gustan las listas. Son el sudoku de los melómanos. Se discuten, se tachan, se doblan las esquinas. Luego uno vuelve a su equipo —en mi caso el MA352 llamando a orden— y la realidad acomoda las teorías. Pongo la aguja o doy play y lo que queda en pie es lo único que importa: la música que respira.
Lo primero, lo inevitable: Rosalía. El mal querer no es un accidente editorial; es un parte de guerra. Convirtió el flamenco en laboratorio portátil y nos acostumbró a que el riesgo tenga coreografía. ¿Está sobreexpuesta? Claro. ¿Sobrevalorada? Tengo mis sospechas. Luego aparece el eje que sostiene a varias generaciones: Los Planetas. Hay en su ruido bonito una manera de hacer clásico el mal de amores sin que suene a museo; si “Alegrías del incendio” te pilla de madrugada, entiende mejor tu semana que tu terapeuta.
El bloque español respira cuando la tradición decide desobedecer. Niño de Elche abre las ventanas del cante y deja entrar la electricidad de Bronquio vía Rocío Márquez hasta que el duende se vuelve glitch. Perrate demuestra que el compás también puede reírse a carcajadas sin desafinar. El Guincho ya había dicho, hace años, que el Caribe cabe en un sampler barcelonés y que el pop es un animal anfibio. Mala Rodríguez dejó claro que el rap en castellano no necesita pedir cita en el purismo: llega, se sienta y manda.
Hay otra constelación menos ruidosa y más persistente: la de los que escriben canciones como quien levanta un parte meteorológico emocional. Nacho Vegas sabe declinar la derrota con elegancia: te sienta en una barra y te cuenta un país en tres acordes y cinco silencios. Sr. Chinarro administra la ironía como quien riega una planta de interior: con cuidado, porque se muere si la miras mal. María Arnal i Marcel Bagés inventaron, con 45 cerebros y 1 corazón, una forma de cantar el tiempo: la memoria no es archivo, es latido. Y Marina Herlop empuja la voz hacia una electrónica que no busca pista de baile, sino cuarto propio.
Luego está John Talabot, que se mueve como si el club fuera un templo de madrugada y uno entrara sin saber si va a bailar o a rezar. Triángulo de Amor Bizarro recuerda que el ruido puede ser política sentimental. C. Tangana juega al mainstream con la suficiencia del que conoce el hueso de la tradición y, por eso, se da el lujo de vestirla a su antojo. Si esto es canon, es un canon con ojeras, con acentos, con geografía.
Lo que me gusta de esta selección no es la jerarquía —que siempre será discutible y esa es la gracia—, sino la fotografía: España suena a mezcla. A dialectos y barrios, a conservatorio y calle, a sampler y palmas, a poetas viejos y beats recién nacidos. Suena, sobre todo, a desacompleje. No pide traducción previa: da por sentado que la música traduce sola.
La otra alegría es la variedad lingüística: aquí conviven castellano, catalán/valenciano, euskera, gallego y, según el disco, asturianu; y se cuelan acentos y mezclas migrantes que ya son de casa. No es un gesto decorativo: cada lengua afina el ritmo y el carácter —el fraseo cambia, la cadencia respira distinto— y la canción gana capas sin pedir subtítulos. España no es monolingüe (por suerte) y en estos ochenta álbumes suena como debe: plural, desacomplejada y con oído abierto.
¿Faltan discos? Siempre. ¿Sobran unos cuantos? También. Por ejemplo, extraño a Love of Lesbian y su poético desde toda perspectiva Poeta Halley. Pero prefiero esa incomodidad a la comodidad de los consensos. Las listas sirven para eso: para empujarnos a escuchar fuera de la zona de confort, para volver a un álbum que creíamos agotado o, mejor, para descubrir uno que no sabíamos que nos estaba esperando. En este caso, además, la lista permite un lujo: escuchar los ochenta álbumes “de la casa” como un relato largo que cruza generaciones y formatos sin pedir permiso.
Para evitar la clásica tentación de convertir esto en aduana (“pase usted, señor disco, muéstreme sus papeles”), hice lo que hay que hacer: armé una playlist con los ochenta títulos cuando están disponibles y la dejé correr como quien abre todas las ventanas de la casa. El viaje tiene estaciones reconocibles —Rosalía, Los Planetas, Vegas, Tangana— y desvíos felices: una voz que no conocías, una producción que te cambia la textura del día, un tema que te reconcilia con el pop porque no grita, susurra.
La conclusión, si hace falta una, es sencilla: el siglo XXI español —ese que Rockdelux condensó con oficio y ganas de pelea— está vivo. Y no porque lo diga una revista, sino porque al escucharlo encaja con nuestras vidas: con las rutas de bus, con las cocinas donde hierve el sofrito, con las oficinas que nos roban la luz, con los bares que nos la devuelven. Quizá ese sea el verdadero mérito de estas ochenta paradas: recordarnos que el país cabe entero en una canción cuando la canción deja de ser pose y vuelve a ser historia contada al oído.
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Para los fieles seguidores del blog: Aquí debajo dejo el botón rojo de la tentación. Denle play sin miedo. Hagan su propia lista. Borren, añadan, peleen conmigo. Y, por favor, escuchen: ahí dentro, entre palmas y sintetizadores, entre la voz rota y el beat limpio, hay un país posible.
Guárdalo para escuchar luego y cuéntame en comentarios qué álbum añadirías o borrarías. Las listas viven de la pelea —y de la reescucha.
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