Unos anticuerpos llamados “Anticorreismo”
El pasado 13 de abril, en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales de Ecuador, ocurrió otra vez: el correísmo perdió. Lo que parecía casi imposible en el tablero político —una candidatura con estructura, base militante, maquinaria electoral y una líder sin pasivos judiciales como Luisa González— fue barrido por un presidente en funciones, con un partido armado desde el poder, sin ideología, con pasivos críticos, pero con una habilidad notable para no ser Correa.
Y no lo digo yo. Lo dijo el propio Daniel Noboa al declarar que “el anticorreísmo no representa la mayoría de mi votación”. Qué curioso. Porque si hubo algo evidente en ese resultado es que el gran elector silencioso fueron, una vez más, los anticuerpos que genera un virus con nombre de ex presidente ecuatoriano.
Esa reacción transversal, visceral, acumulada. Esa repulsión que une a gente que no estaría de acuerdo ni para pedir un café. El anticorreísmo es un fenómeno político extraño: no es un movimiento, ni una ideología, ni una coalición programática. Es una emoción. Un reflejo. Una alergia nacional.
Hay anticorreístas de todos los colores y sabores. Desde liberales radicales que sueñan con el Estado mínimo, hasta socialdemócratas nostálgicos del pacto social. Pasando por feministas, ecologistas, conservadores de misa diaria, periodistas hastiados, empresarios acosados, tuiteros de guerra, jubilados resentidos, y claro, una juventud que creció escuchando que Correa lo resolvía todo… o lo destruía todo.
¿Su único punto en común? Fácil: han generado anticuerpos a Rafael Correa.
Y con eso basta para ganar elecciones.
A diferencia del correísmo —que sí ha sido un movimiento orgánico, con narrativa, símbolos, historia, mártires y más que nada fieles que siguen ciegamente un catecismo político—, el anticorreísmo no tiene doctrina. No produce líderes. Su gran fuerza consiste en impedir el regreso del “innombrable”. La pregunta es: ¿con esa materia prima se puede articular un proyecto de país? Hay esperanza, si observamos cuál es el principio de las vacunas.
Lo sabemos a cabalidad: el correísmo tiene inmensas deudas históricas que explicar. El propio Correa ha jugado un papel nefasto, no solo en la vida política del Ecuador, sino en la de América Latina. Con su versión de caudillismo moderno, disfrazado de progresismo tecnocrático, institucionalizó la persecución judicial, la cooptación de poderes, el insulto como forma de gobierno y el desprecio por la prensa libre como política de Estado. Su legado es un manual de cómo destruir la democracia desde adentro con aplausos de los catequistas que lo idolatran, llamando a su fanatismo “progresismo”.
Pero aquí el punto es que seguimos atrapados en su sombra. El Ecuador no ha logrado construir un modelo de país ni siquiera en oposición al correísmo. Solo ha logrado decir “no” a Correa. Y eso —por si alguien lo duda— no basta ni ha bastado.
Mientras tanto, candidatos como Daniel Noboa pueden ganar elecciones con un partido armado en un año, con un programa generalista, sin catequistas… solo con un apellido nocorreano y una sonrisa más contenida. Porque la elección, en el fondo, fue entre el miedo al pasado y la ilusión del “algo distinto”. Una vez más. Una vez más…
Y si en la consulta popular fallida del 21 de abril, el gobierno de Noboa recibió un baño de realidad , la segunda vuelta presidencial fue otra cosa: una catarsis emocional nacional. Un exorcismo colectivo para espantar a un demonio con cara conocida.
El problema es que el anticorreísmo, por más popular que sea, no sirve para gobernar. Es como vivir alimentándose del recuerdo del enemigo. Es un combustible tóxico: enciende rápido, pero al final solo nos deja cenizas.
Ecuador necesita con urgencia superar esta etapa. Dejar de vivir atado al espejo retrovisor. Salir del eterno retorno del correísmo y su caricatura de oposición. Y eso implica también que el expresidente Correa dé un paso al costado. Que deje de ser el ventrílocuo de una política que ya no tiene ni gracia ni eficacia. Porque mientras él siga siendo el centro del tablero, seguiremos votando con rabia, no con esperanza.
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