Los caudillos no mueren en su cama
Rafael Correa dejó el poder en 2017. O al menos, dejó la silla presidencial. Porque en la práctica, nunca se fue. Desde Bélgica, su voz sigue imponiéndose sobre su movimiento, sus candidatos, y hasta sobre el debate político nacional.
Ocho años después, su figura no moviliza esperanzas. Moviliza rechazos. Y eso quedó en evidencia una vez más en las elecciones presidenciales ecuatorianas de abril de 2025. Su candidata, Luisa González, perdió una elección que tenía posibilidades de ganar. ¿La razón? Correa. Su presencia. Su sombra. Su peso tóxico.
Daniel Noboa no ganó por sus méritos, sino por no ser Correa. Y eso lo sabe todo el país.
El correísmo, como proyecto político, ya no genera ilusión. Y el anticorreísmo —ese movimiento negativo, visceral y a veces irracional— crece cada vez que Correa aparece en pantalla. La paradoja es absurda: cuanto más habla, más votos pierde su causa.
La pregunta es simple: ¿por qué no se retira?
No lo hace porque no sabe. O no quiere. Porque su relación con el poder no es racional. Es adictiva. Porque no confía en nadie. Ni siquiera en quienes lo defienden. Porque, como muchos caudillos latinoamericanos, está convencido de que sin él, no hay país.
Pero la realidad es otra. Correa impide que su propio espacio político evolucione. Bloquea cualquier posibilidad de renovación. Condiciona liderazgos. Reproduce los peores vicios del caudillismo: centralismo, personalismo, revanchismo. Incluso aquellos que podrían representar una nueva izquierda en Ecuador, terminan convertidos en ecos mal imitados de su estilo.
Y lo más grave: mientras Correa siga siendo el centro de la escena, el país seguirá votando en su contra. No a favor de propuestas, sino en rechazo al pasado.
El Ecuador necesita salir de esa trampa. Romper el círculo vicioso de correísmo vs. anticorreísmo. Pero eso no será posible mientras Correa siga interfiriendo, opinando, manipulando. Ya no se trata de si es culpable o inocente. Se trata de que es un lastre.
Lo más saludable —para su causa, para la democracia y para su propia historia— sería que se retire. Que deje de hablar. Que permita que otros crezcan sin su sombra. Que entienda que todo liderazgo tiene su tiempo. Y el suyo ya pasó.
Porque si algo nos enseña la historia latinoamericana es que los caudillos que no se van a tiempo terminan mal. Muy mal. No por culpa de sus enemigos, sino por su propia incapacidad de soltar.
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