Ceremonia de los retornos: Crónica en forma de círculo incompleto que insiste en cerrarse
I
Son las siete y treinta de la mañana y Loja se despereza con una luz de cobre bruñido: amarillos profundos, sombras nítidas y el aire serrano perfumado de cedrón recién machacado. A las seis en punto despegué desde Quito -un café de aeropuerto mal servido en la mano, la sonrisa nerviosa de mi esposa Verónica al costado y el bajo de mi hijo Gabriel colgado como mochila de viaje- rumbo al sur del Ecuador. El avión quebró la bruma capitalina y, en cincuenta minutos, nos soltó en el pequeño aeropuerto de Catamayo. Una SUV blanca piloteada por el mismísimo Julio Jaramillo serpenteó hasta Loja mientras el sol rompía sobre las laderas; yo, entre maletas y expectativas, repasaba mentalmente las décadas que me trajeron a este umbral.
Ya en la tarde, frente al Auditorio Mayor de la UTPL, sostengo una bolsa de toga y birrete y pienso: "Vaya manera de plantarle cara a un sueño que tardó treinta y seis años en cuajar".
II
Retrocedamos a 1989: en la Central, Facultad de Comunicación Social -FACSO para los iniciados- yo era un muchacho que alternaba tardes de Marx con noches de Pink Floyd, Yes, The Cure o de Weather Report. El rock espacial, el progresivo o el fussion me explicaban el mundo mejor que la dialéctica materialista. Y el virtuosismo de un solo bien colocado despertaba preguntas que ningún seminario de “Ideología y Medios” podía responder.
Aquel calendario universitario se descuadernó pronto: la muerte prematura de mi padre abrió un boquete en nuestra economía familiar y la casa se quedó sin faro. Convertido en capitán improvisado, pasé de estudiante a funambulista de facturas impagas.
III
Quizá por instinto de supervivencia -o tal vez por huida simbólica- me casé con Soledad, mi novia de adolescencia. Dos cuerpos en medio de un vendaval jurándose refugio que no sabían si podían costear. Yo, aprendiz de periodista, me calcé bata blanca de dependiente farmacéutico durante el día -todavía puedo recitar fórmulas de jarabes como letanías- y, por las noches, entré de operador de control en Radio Visión. Aquellas madrugadas enseñan disciplina y oído: reconocer que el silencio es dato. Pero el matrimonio, como tocadiscos mal calibrado, empezó a chasquear. Soledad y yo rompimos la promesa y soplaron vientos gélidos de separación.
IV
Con el corazón roto, emprendí Traffic, mi propia revista musical: un quijote de papel couché por fuera y corazones artesanales en los interiores financiado a golpe de amigos, anunciantes tímidos y mis ahorros de farmacia. Allí aprendí que editar es sumar y restar hasta que las palabras canten. La aventura duró lo que dura un solo de Coltrane: intensa, vertiginosa y condenada al silencio si no le inyectas oxígeno constante.
Mi suerte giró cuando El Comercio abrió sus puertas con una pasantía que se convirtió en contrato. Ahí empezó la batalla real: guardias a las seis, ministros huidizos, notas en buses que se descoyuntan. El Comercio fue mi conservatorio; Diario Hoy, mi posgrado hecho calle.
V
Entre portadas y conciertos en El Iguana de la avenida Colón, los estudios formales se deslizaron al sótano de prioridades. Confieso: la FACSO era un club de monólogos doctrinarios donde el periodismo se reducía a exégesis de Foucault y el postmodernismo que agonizaba aunque luego resucitó en wokismo. Yo estaba enamorado de las historias vivas. Así pasaron los años: nunca rendí tesis, nunca pedí certificados. Mientras tanto, construía Fundamedios, ganaba becas en Washington y Berlín, y el diploma seguía pendiente como disco sin estrenar.
VI
La poesía se coló en mi vida como un contrabando de madrugada: primero en servilletas manchadas de café durante los turnos en Radio Visión, luego en columnas que fingían ser crónicas pero iban cargadas de metáforas clandestinas. Mis amigos juraban que yo escribía con la misma respiración con la que un saxofonista hace un solo largo y circular: inspirado por Monk, pero obsesionado con Juan Gelman y su castellano en carne viva.
Me pasé los noventa jugando a ser reportero diurno y poeta nocturno, hasta que publiqué un complejo libro arte firmado a cuatro manos con Eduardo Villacis, El Vicho, que titulé Plano y Simple . Vendimos pocos ejemplares y aún así, la sensación de haber dicho algo propio –aunque nadie lo oyera– me sostuvo cuando el periodismo se volvió una carrera de obstáculos y amenazas.
En 2000, en medio del colapso bancario y los rostros desencajados de quienes perdían sus ahorros, descubrí otra forma de poesía: el gesto exacto de Verónica antes de una tormenta llamada Rock en el Pululahua y supe –con la certeza que sólo conceden los atardeceres naranjas de Quito– que la vida me ofrecía un segundo acto.
Lo nuestro no empezó con violines sino con complicidades logísticas: Cuando, tres meses después, intercambiamos miradas y firmas en una ceremonia mínima –testigos: una juez distraída y el murmullo del Pululahua– entendí que los matrimonios también son poemas de largo aliento: se pulen, se tachan y se reescriben a diario.
Fue Vero quien me dio de beber cuando la sequía se convirtió en desierto que cubría años de plumas oxidados en un cajón al que nunca llegaba la lucha y al que solo acudía cuando el insomnio se quedaba a dormir. Con ella aprendí que la poesía no excluye la administración –ni las tormentas domésticas–, y que los versos se equilibran mejor cuando un buen barista comparte almohada contigo.
Desde entonces esa V me recuerda la forma de un libro abierto o de un ave remontando vuelo. Y cada vez que los algoritmos intentan medir mi impacto, sonrío: la poesía resiste porque se desliza entre variables que ninguna tabla sabe nombrar.
VII
Mi conciencia —esa vieja directora de orquesta— me recordaba la deuda. En foros internacionales, mientras otros mostraban masters, yo exhibía vivencias y mi fe inquebrantable en el oficio. Pero algunas puertas se abren con credenciales, y el pendiente empezó a doler como hueso mal soldado. Llegó la pandemia y nos puso un reloj de arena gigantesco: ¿qué falta por hacer si mañana te confinan la esperanza? Confinado entre Zooms, escuché la voz interior: «César, cierra círculos». Descubrí la modalidad a distancia de la UTPL: convalidaba experiencia, reconocía publicaciones, premiaba trayectorias. Si inscribirme fue complejo; cursar, una pelea con Cronos. Repartí horas entre Fundamedios, artículos, dolores de gota y el humanismo cristiano de Fernando Rielo.
VIII
-¿No se te hace tarde a tus años?- me provocaban mis propios enemigos internos.
-Tarde es no haberlo intentado nunca- me respondía al estilo de Epicteto. Dormía poco, leía mucho, subrayaba PDFs con fosforescente. La teoría volvió a seducir: pero ya no Barthes DJ de conceptos; ni Chomsky consola dual de lingüística y activismo. Ahora era Marketing 2.0 y la IA como la Matrix motora. Descubrí que cerrar el círculo es reconciliarte con tus versiones pasadas.
El trabajo de titulación fue duro, al final, diserte sobre la “Viabilidad de los Medios Públicos en el Ecuador”, guiños de ojos mientras tiendo puentes entre vida viva y academia. Antes de la defensa por Zoom, unos amigos me preguntaron por qué no aceptar un honoris causa y saltarme rituales. Respondí: «Porque ningún honor sustituye la ceremonia íntima de terminar lo que empezó el muchacho que fui». Hubo silencio y luego pulgares arriba.
IX
Y así llegamos a hoy. Y aquí estoy. Cuando pronuncian mi nombre,César Antonio Ricaurte Pérez, camino sin prisa. La toga pesa lo justo: la caligrafía de mi madre, el reloj extraviado de mi padre, las madrugadas de radio, el eco de Traffic, la vieja Montblanc que aprieto nerviosamente en el trayecto. Verónica, Lucía y Gabriel sostienen la escena desde mi alma. Recibo el diploma; las manos tiemblan lo suficiente para recordarme que sigo vivo, vértigo de treinta y seis años comprimidos en un cartón que huele a milagro discreto.
El alma -permitan lo metafísico- tiene botones rec y stop. Cerrar ciclo presiona ambos: detiene la cinta vieja y concede licencia para grabar la nueva. Es como cambiar la cara al cassette de cromo Sony con Live at Pompeii. Cara A: el chico que empuñaba la pluma con miedo. Cara B: el adulto que escribe sabiendo que el miedo nunca se exorciza; solo aprende a bailar con él.
X
Salgo del auditorio y Loja se derrama en un atardecer diáfano. Imagino un mapa de aulas callejeras: la avenida Universitaria con aroma a tamal lojano; el parque Jipiro con maquetas de mundos. De regreso al departamento compro pienso en qué pondría en el tocadiscos y por un instante me viene a la menta la plácida vida de Satya y Jaco, los gatos que resguardan nuestra casa en Quito y los visualizo amasando el birrete para acomodarlo a sus cuerpos y dormir. Sobre la mesa, el “cartón” brilla como un vinilo recién desprecintado.
XI
¿Qué significa cerrar un ciclo? No es tachar pendientes ni coleccionar medallas. Es reconciliarse con el niño que quiso ser astronauta, con el adolescente que soñó cubrir guerras, con el adulto que aprendió que los periodistas también lloran. Cerrar el círculo es admitir la cicatriz y usarla como brújula.
Busco una metáfora y aparecen discos guardados años esperando “la ocasión perfecta”. Los ciclos se cierran con música y memoria. Así como el periodismo enseña a exprimir datos, la vida enseña a prolongar el gozo. Porque cerrar ciclo no es decir “fin”, sino “continuará” con sonrisa de cómplice. Las historias continúan incluso cuando apagan la impresora o un algoritmo oculta tu post.
Hay ironía en graduarse hoy cuando muchos dicen que “el título ya no importa” porque todo cabe en un PDF. El diploma es símbolo, y los símbolos sostienen el andamiaje invisible de la cultura. Importa la foto con birrete aunque uno se vea ridículo. Importa la sonrisa de los hijos que piensan -ojalá- que el aprendizaje dura tanto como la curiosidad.
XII
Invito a quien lea estas líneas a revisar sus propios discos sellados, sus cuadernos inconclusos, sus perdones pendientes. La vida no es una línea recta sino un surco de vinilo: regresa, cruje, insiste. Ahora cierro el documento, doblo la toga y pulso play. El niño de 1989 sonríe desde algún lugar del pasado: “Ciclos cerrados, compadre. El baile continúa”.
¿Quién decide qué canción marca el inicio de un ciclo? ¿Un productor de los años 80 con exceso de reverb? ¿El algoritmo de Spotify con alma de pitonisa? ¿O tal vez uno mismo, cuando aprende a escucharse entre los pliegues de la memoria?
No lo sé con certeza. Pero esta semana, mientras preparaba el texto sobre mi graduación tardía, me senté a componer algo mucho más difícil: la banda sonora de mi propia biografía.
Y descubrí que uno no sólo necesita cerrar ciclos, sino también saber qué canción sonaba de fondo mientras ese círculo se abría. Por eso nació esta playlist en dos lados —como los viejos vinilos—, acompañando mi texto "Ceremonia de los Retornos" con un compendio de 80 pistas, dos birretes imaginarios y unos cuantos fantasmas reconciliados.
Lado A (1988-2005)
Del cambio abrupto al primer atardecer
1. “Changes” – Yes
Empiezo con guitarras cristalinas y percusión al galope. Imposible no reírme del guiño: la canción es de 1983, pero para mí suena a 1988, el preludio al golpe que vino después: la muerte de mi padre y la reconfiguración del mapa doméstico. Abran el café, suban ligero el volumen: la vida está a punto de apretar el acelerador.
3. “One of These Days” – Pink Floyd (Live)
Todos tenemos un tema que anuncia tormenta con una sola nota de bajo. Éste es el mío. Evoca las madrugadas en Radio Visión: VU-metros en rojo, la sensación de que la ciudad duerme mientras uno domestica frecuencias.
12. “Yumeji’s Theme” – Shigeru Umebayashi
Aparece como una sombra elegante en “In the Mood for Love”, pero también como una confesión que no se atrevió a decirse en voz alta.
Esta pieza no suena, susurra. Es el eco de lo que pudo ser y no fue, pero que aún así se quedó a vivir en alguna parte del pecho. En mi playlist personal, “Yumeji’s Theme” no acompaña una escena de amor, sino el descubrimiento de que ciertos ciclos no se cierran con palabras, sino con silencios prolongados, con miradas detenidas en un pasillo, con el roce mínimo de lo que no se atrevió a tocar.
Es la música que suena cuando uno camina solo por la ciudad y, sin saberlo, está diciendo adiós.
13. y 14. Bajo el signo de Caín, Bosé y “Adagio for Strings” – Samuel Barber
Estación 1998: divorcio, vacío, eco. No caigan en la tentación de saltarla; dejen que la cuerda les fracture un poco el pecho y después siga girando el plato.
15. “Tumbas de la gloria” – Fito Páez
1999: volver a levantarse. Fito no canta, legisla. Declara que si no hacemos el intento de brillar, nadie lo hará por nosotros. Primer esbozo de Fundamedios, primeras reuniones para hablar de libertad de prensa como si fuera un género musical nuevo.
24. “Personal Jesus” – Depeche Mode
Un himno sacrílego para tiempos de reconstrucción emocional.
Incluí esta canción porque hay momentos en que uno no necesita un dios, sino una línea directa de auxilio emocional, con riffs marcados y voz grave incluida. En los años 90, cuando no sabía si estaba empezando mi carrera o escapando de la vida que me tocó de golpe, “Personal Jesus” era mi catecismo paralelo.
No iba a misa, pero creía en la salvación que ofrecía un bajo envolvente y un poco de oscuridad elegante. Es una canción para los que han perdido la fe… y la recuperan al ritmo de un sintetizador industrial.
40. “Tirá para arriba” – Miguel Mateos
Cierro el lado con un himno argentino que me recuerda que la terquedad, bien llevada, es una religión portátil. En vinilo real prendería la luz de la sala, daría vuelta al disco y respiraría unos segundos antes de depositar la aguja en el side B.
Lado B (2006-2025)
La terquedad de la esperanza
1. “Space Oddity” – David Bowie
Abro con Bowie porque cada crecimiento exige un pequeño salto al vacío. 2006 marcó mi pleitesía abierta a la defensa de derechos humanos; éramos pequeñísimos “Major Toms” en órbita, intentando enviar señales a Houston sin que la estática política nos apagara.
7. “Karma Police” – Radiohead
En mi Spotify, esta canción huele a tribunales, solicitudes de acceso a la información y ruedas de prensa tensas. 2011: tocó reinventarse para hablar de vigilancia y algoritmos antes de que se convirtieran en buzzwords. Thom Yorke lo anunció sin saberlo.
15. “Pájaros de barro” – Manolo García
Atardecer andaluz en medio de los Andes. 2014 vino con viajes, la certeza de que la identidad es una migración constante, y este tema tiene exactamente ese sabor. Perfecto para ver deslizarse el sol detrás del Panecillo.
27. “Don’t Give Up” – Peter Gabriel & Kate Bush
Guardar para los días duros. Yo lo asocié a 2019, cuando la selva de las fake news reclamaba machete y brújula; Kate Bush susurra “no te rindas” mientras Gabriel aporta la fragilidad masculina que necesitábamos reconocer.
34. “Higher Ground” – Red Hot Chili Peppers
Sí, cambié la versión de Stevie Wonder por el cover funk-rock de los RHCP; ¿por qué? Porque 2025 merece un salto con bajos slap y batería rocanrolera. Es mi track “birrete al aire”: el groove final antes de firmar el diploma.
40. “Nightporter” – Japan
El fade-out elegante. Piano minimal, voz contenida, un adiós que no es derrota sino puntualidad británica para cerrar la puerta cuando la fiesta ha terminado. Respiren. Apaguen la lista. Vuelvan al silencio a ver qué trae.
Cómo escuchar sin perderse en el algoritmo
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Primera escucha, secuencial. Son casi tres horas y media: ideal para un viaje en bus por los Andes o a la playa. O para una tarde de trabajo interrumpida por café y nostalgia.
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Segunda vuelta, shuffle con final obligatorio. Arrastren “Nightporter” al último puesto y dejen que Spotify escriba su propia poesía de coincidencias.
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Filtro jazz-fusión. Seleccionen So What, Birdland, Take Five )las dos versiones), Nina Simone. Sube el bajo en los audífonos: verás que tu productividad se dispara sin que sepas explicar por qué.
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Modo lectura. Al llegar a “Adagio for Strings” bajen el brillo de pantalla y lean el capítulo del divorcio; al sonar “Higher Ground” levántense y den un paseo, es el equivalente a pasar la última página del libro sin rendir examen.
Preguntas frecuentes que ya me hicieron
“¿Por qué dos versiones de ‘Take Five’?”
—Porque ninguna playlist está completa sin Brubeck y porque la versión vocal con Carmen McRae trae swing y letra; es mi diálogo entre teoría y práctica.
“¿Dónde quedó ‘Teen Town’?”
—Falleció en la mesa de montaje. Se rebeló contra el concepto, pero Birdland le hace un guiño y ocupa su lugar en 1996.
“¿Qué hago si mi pareja odia Radiohead?”
—“Karma Police” es negociable: puedan cambiarla por “No Surprises” o “Paranoid Android” acústico. Pero si odia a Bowie, replantéate la relación.
Epílogo: toca la aguja, gira el disco
Dije en la crónica que cerrar un ciclo no es poner “fin”, sino “continuará”. Estas cuarenta canciones por lado son mi “continuará” sonoro. Cada vez que suene una de ellas volveré a emplazar la aguja sobre mi propio vinilo y, con un leve crujido, escucharé la pista secreta que todavía no se graba.
Invitación abierta: cuéntame qué tema habrías agregado tú y por qué año de tu vida sonaría. Tal vez, con el tiempo, armemos un Lado C colaborativo. Porque los círculos, ya lo saben, se cierran… para volver a girar.
Play, pause, repeat.
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