Pompeya, Betamax y el eco que aún me habla


 

Hubo un tiempo en que los rituales eran eléctricos, no digitales.

Era la segunda mitad de los ochenta y en casa de Eduardo Villacís —mi hermano de postadolescencia, camarada de vinilos, filmes extraños y pensamientos largos— nos reuníamos a ver, una y otra vez, una copia impecable de Pink Floyd: Live at Pompeii en glorioso Betamax. Eduardo no solo tenía buen gusto: tenía fe en la estética. Y ese Betamax, conectado a un equipo Technics modesto pero respetable, era su catedral.

Allí, en la penumbra cómplice de su sala, escuchamos los ecos flotantes de Echoes, la crudeza primitiva de A Saucerful of Secrets, y la solemnidad casi litúrgica de Set the Controls for the Heart of the Sun. Ningún público. Ninguna ovación. Solo piedras milenarias y amplificadores rugiendo al cielo.

Yo, estudiante de periodismo sin un centavo, decidí que necesitaba guardar ese eco. Llevé mi mejor cassette de cromo Sony —comprado con lo que debía ser el almuerzo de la semana— y grabé el audio directamente del televisor. Era lo más parecido a una reliquia pagana. Aún conservo ese cassette.

Y ahora, casi cuarenta años después, el eco vuelve en forma de vinilo.

Columbia / Legacy ha publicado esta versión en formato LP con el respeto y la estética que se merece. La portada, con su diseño alterado y esos tonos casi arqueológicos en rojo y azul, no es una reproducción exacta del cartel original del film, pero tiene algo de postal del inframundo: jóvenes cruzando el cielo sobre un anfiteatro sepultado. 

El prensado es sólido. Vinilo de 180 gramos, perfectamente plano, sin ruidos de superficie que alteren el vacío ceremonial de “Careful With That Axe, Eugene”. La mezcla —aunque no idéntica a la del film— conserva la espacialidad psicodélica que convirtió a este concierto sin público en una experiencia metafísica.

Hay que decirlo con claridad: Live at Pompeii no es el mejor registro sonoro de Pink Floyd. Pero es probablemente el más honesto. No hay overdubs. No hay ediciones de estudio maquillando las imperfecciones. Lo que suena es lo que ocurrió. Y en ese margen de error, de crudeza, se cuela la emoción. 

La versión de “Echoes part. 2” que cierra el lado 3 del doble álbum es, simplemente, abrumadora. Escucharla en vinilo, con una cápsula bien calibrada y el volumen en el punto exacto, es como levantar una lápida con las manos y encontrar, debajo, algo vivo. El órgano de Wright, la batería de Mason retumbando en la piedra volcánica, la guitarra de Gilmour buscando resonancia cósmica, y la voz de Waters, en trance, como un sacerdote chamánico.

Este disco es más que música. Es un testimonio. Una declaración de principios. Una forma de entender el arte sin filtros, sin aplausos, sin concesiones. En una época donde los conciertos se editan como videoclips, Pink Floyd at Pompeii es una piedra lanzada al estanque del tiempo. Y ahora, gracias a esta edición, ese eco vuelve a vibrar en mi sala. Más que un disco es un testamento emocional.

Volver a escuchar este álbum no es solo una experiencia sonora, es una cita con uno mismo. Con el estudiante que no podía pagar el cassette de Beta, pero sí grabarlo. Con el amigo que está lejos para ver el vinilo girar, pero que está presente cuando suena “One of These Days”.

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