Una noche de agosto (en junio) en Quito con Neil Diamond
No estamos en Los Ángeles. No hay Greek Theatre. No hay multitudes rugiendo. Pero está mi tornamesa girando lentamente. Está Neil Diamond, de pie, con la camisa abierta y el pecho iluminado por reflectores de otro tiempo. Está esa noche caliente—de agosto, aunque aquí sea junio y llueva—convocada en la aguja, en el groove, en la memoria.
Hot August Night no es simplemente un disco en vivo. Es un manifiesto de exceso, de teatralidad y de oficio. Neil Diamond no canta: predica, declama, seduce. Dirige una orquesta como quien doma una tormenta. Y todo eso, grabado en 1972, aún vibra con una intensidad que no se apaga, ni siquiera en los sistemas más modernos. Pero en el mío—con válvulas encendidas y cápsulas obedientes—esa energía se transforma en algo físico. Orgánico. Como si el Greek Theatre se armara con cada nota aquí, en mi sala.
¿Es kitsch? Claro. ¿Es desmesurado? Por supuesto. Pero también es honesto. Tan honesto como la forma en que Neil canta “I Am…I Said” con una convicción que hace temblar los cristales. O la manera en que introduce “Crunchy Granola Suite” como si fuera una invocación tribal. O esa pausita deliberada antes de rematar “Holly Holy”, como si supiera que uno va a necesitar un respiro.
Lo escuché por primera vez cuando aún creía que los discos en vivo eran solo recopilaciones de éxitos gritados. Pero este… este fue otra cosa. Este es un álbum que transpira. Que hace sudar al vinilo. Y que ahora, tantas décadas después, aún exige respeto, espacio y volumen.
¿Quién diría que una noche con Neil Diamond sería tan necesaria? ¿Tan terapéutica?
En esta época donde todo es playlist, donde lo efímero reina, sentarse a escuchar Hot August Night entero, en vinilo, es un acto de rebelión. Un acto de fe. Una reverencia a la música como espectáculo total.
Y al final, cuando suena “Brother Love’s Traveling Salvation Show”, uno ya no está en Quito. Uno está bajo las estrellas. Aplaudiendo.
Comentarios
Publicar un comentario