Los hilos invisibles del decir

Hay palabras que nunca dijimos. Y que, sin embargo, nos dijeron enteros.

Vivimos en una época que ha convertido la comunicación en un simulacro: pantallas que brillan más que las miradas, discursos que se superponen como interferencias, monólogos gritados al vacío esperando likes como migajas de validación. Pero más allá del ruido, hay una verdad vieja y terrosa que se esconde bajo las capas del lenguaje: muchas veces, no hablamos desde nosotros, sino desde otros. Desde los que vinieron antes.

Bert Hellinger, con su voz pausada y su incomodidad sistemática frente a lo políticamente correcto, entendió algo que muchos terapeutas prefieren esquivar: que la mayor parte de nuestras dificultades para comunicarnos no nacen de la ignorancia, sino de la lealtad. Lealtades invisibles que nos atan a los dolores, a las exclusiones, a las palabras nunca dichas de nuestros sistemas familiares.

Porque no es lo mismo hablar que estar autorizado a hablar. No es lo mismo decir “te amo” si en tu árbol genealógico nadie pudo hacerlo sin traicionar un juramento de dolor. No es lo mismo poner límites si durante generaciones tu linaje se entrenó para callar y complacer.

Hellinger lo llama “orden del amor”, pero no tiene nada de cursi. Son estructuras de energía que se repiten en lo no dicho, en lo que cargamos sin saber, en lo que se transmite como un eco que no cesa: hijos que hablan como padres muertos, esposas que repiten las frases de las abuelas traicionadas, periodistas que no pueden ejercer su voz porque alguien, en algún momento, fue castigado por decir la verdad.

Y así, la comunicación se deforma. No porque no sepamos expresarnos, sino porque no sabemos de dónde —o desde quién— hablamos.

En una constelación familiar, uno ve lo impensable: cómo una simple frase puede pesar tanto como un secreto. Cómo una persona queda atrapada en una conversación inconclusa de hace tres generaciones. Cómo decimos “estoy bien” con la voz de una bisabuela resignada. Cómo callamos con la fuerza exacta de una humillación heredada.

La comunicación humana, entonces, no es un acto inocente. Es un acto de valentía. De desobediencia amorosa. De romper el pacto del silencio sin romper el amor. De decir, con voz propia, lo que otros no pudieron.

¿Y qué implica eso para quienes escribimos, para quienes hablamos en medios, para quienes sostenemos un micrófono frente al poder o al dolor? Que cada palabra que soltamos tiene una raíz. Y que para decir lo que hay que decir —lo incómodo, lo verdadero, lo que libera— primero hay que reconocerse en ese bosque genealógico. No para quedarse ahí, sino para saber desde dónde arrancar.

La próxima vez que alguien no pueda hablar, que se bloquee en una conversación importante, que grite en lugar de dialogar, que insista en repetir una historia como disco rayado, piensa esto: quizás no es él quien habla. Quizás no puede hacer otra cosa.

Y tú, ¿ya sabes desde dónde hablas?


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