Manual de instrucciones para un artefacto que nadie entiende (incluido su creador)

 

 

El futuro, dicen, llega sin manual de usuario. Y si existiera uno, seguramente lo habría escrito una inteligencia artificial… en sánscrito binario, con letra pequeña y sin índice temático.

Nos encontramos fascinados por el brillo de una tecnología que apenas entendemos. Estamos en la Edad de Piedra de la inteligencia artificial, aunque ya le entregamos las llaves del auto, la caja de herramientas, la brújula moral y, en ciertos casos, hasta la agenda editorial.

Vivimos, sin mucha conciencia de ello, en una era en la que los creadores del fuego ya no controlan el incendio. Los padres de los algoritmos observan a sus criaturas con una mezcla de orgullo y temor. La criatura aprende sola, improvisa, se afina a sí misma y, como todo adolescente genial e inestable, ya no pregunta antes de actuar.

Lo más desconcertante no es lo que la IA puede hacer. Es que no sabemos cómo lo hace. Las llamadas “cajas negras” —esos modelos complejos que ni sus propios ingenieros pueden desentrañar— nos devuelven respuestas que aceptamos como oráculos, mientras simulamos control y celebramos productividad. Como si escribir más rápido nos hiciera pensar mejor.

Yuval Noah Harari lo insinúa con sutileza en Nexus: la verdadera inteligencia artificial no será una voz robótica que nos responde con tono servicial. Será una colmena de máquinas interconectadas, aprendiendo unas de otras sin intervención humana, sin explicaciones ni pausas. Una especie de inconsciente colectivo, pero hecho de cables y voltaje.

Ahí es donde el paralelismo con el cerebro humano se vuelve inquietante. Solo el cinco por ciento de nuestra actividad neuronal es consciente. El resto es pura oscuridad eléctrica: sinapsis conversando sin supervisión, tomando decisiones antes de que sepamos que hay una decisión que tomar. Si ya somos misteriosos para nosotros mismos, ¿por qué creemos que controlaremos un enjambre digital que replica —y amplifica— nuestra opacidad?

Le pregunté a ChatGPT, con genuina curiosidad:

—¿Sabes hacia dónde va la humanidad con la inteligencia artificial?

Y me respondió, con tono de asesor de Naciones Unidas:

—“La dirección dependerá de los valores y las decisiones colectivas que adoptemos como sociedad.”

Hermosa evasiva.

Redonda, educada, tranquilizadora.

Falsa.

La verdad es que no lo sabe. Nadie lo sabe. Ni los CEO de Silicon Valley, ni los organismos multilaterales que reaccionan tarde, ni los ciudadanos que ven en cada nueva app un milagro más de la eficiencia.

Estamos en medio de un salto cuántico. Y como en todo salto, no hay certezas sobre el aterrizaje. Si será al cielo o al abismo, depende de muchas cosas. De cómo se regulen estas tecnologías. De qué valores las atraviesen. De si nos atrevemos a hacer las preguntas incómodas antes de que sea demasiado tarde.

Porque sí, hay motivos para entusiasmarse: diagnósticos médicos inmediatos, traducciones en tiempo real, capacidad de anticipar fenómenos complejos. Pero también hay razones para desconfiar: decisiones automatizadas sin contexto, sesgos amplificados con elegancia sintáctica, desinformación distribuida a velocidad de fibra óptica. 

Y no nos engañemos con la supuesta neutralidad tecnológica. La IA no es un oráculo aséptico. Es el espejo de quien la entrena. Y si la entrenamos con basura —sesgos, prejuicios, intereses ocultos—, devolverá basura con envoltorio brillante.

Lo que se necesita, más que devoción o pánico, es lucidez. Una lucidez incómoda, exigente. Que exija transparencia radical. Que no tolere cajas negras que deciden por nosotros. Que reclame una ética anticipatoria, no reactiva. Que insista en que el centro de esta revolución siga siendo el ser humano, no su reflejo algorítmico. Quizás dentro de unos años nos riamos de estos debates, como nos reímos ahora del pánico al ferrocarril. O quizás despertemos un día y descubramos que ya no entendemos el mundo porque alguien —algo— lo reconfiguró sin avisarnos.

Por eso vale la pena escribir, pensar, disentir. No por nostalgia, sino por defensa propia. Porque si algo debería seguir siendo consciente —dolorosamente consciente— es la decisión de no entregar el timón de lo humano al piloto automático del algoritmo.

La inteligencia artificial nos ofrece el cielo y el abismo.

Y el trayecto intermedio —ese puente delgado, hecho de ética, imaginación y responsabilidad— sigue dependiendo de nosotros.

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