Cena con trufas (y sin vino)

 


Bruselas, noche clara de primavera. El viento frío baja por los tejados barrocos de la Grand Place con esa elegancia cortante que solo ciertas ciudades europeas conservan en mayo. Me refugié en La Chaloupe d’Or, templo turístico con aires de otro siglo, más por hambre que por pretensión, aunque, siendo sincero, también con una dosis de ritual. No por lujo, sino por reconciliación.

La carta, como todas las cartas de estos lugares, ofrecía un desfile de tentaciones locales, platos que un hombre en guerra con su ácido úrico debe mirar de reojo. Pero entre las carbonnades, los quesos y los mariscos, aparecieron ellos: raviolis vegetarianos en crema de trufa. Una isla de sobriedad en medio del menú barroco.

Los pedí. Y los saboreé lentamente, sin culpa. En un plato de loza azul, cremoso, aromático, cálido como un gesto amable. No había purinas, no había dolor, no había miedo en el pie derecho.

El acompañamiento fue un té de lima, servido en copa alta sobre bandeja de porcelana, con el cuidado ceremonial que solo los camareros bruselenses saben aplicar incluso a lo más mínimo. Mientras tanto, sonaba Annie Lennox en el fondo: “I saved the world today”. Casi creí que la canción me hablaba a mí.

Rechacé, con resignación elegante, la copa de vino blanco que en otros tiempos habría celebrado conmigo el simple hecho de estar vivo en una plaza medieval. Esta vez no hubo brindis. Pero hubo gratitud.

Porque sí: se puede cenar bien sin traicionar al cuerpo. Se puede vivir con placer, incluso cuando el placer debe adaptarse.

Porque hay batallas que se libran con cuchillo, tenedor… y una dosis precisa de paciencia.

Comentarios

Entradas populares