Selling England by the Groove
La noche empezó con una promesa.
La funda aún sellada del Selling England by the Pound, edición de lujo prensada por Quality Record Pressings, brillaba sobre la tapa negra del McIntosh MA352 como una profecía por cumplirse. Los 180 gramos del vinilo, girando a 45 RPM, advertían desde el primer momento: no sería una escucha cualquiera. No sería siquiera una escucha. Sería un tránsito, un conjuro. Algo entre la ceremonia y la revelación.
Apenas el brazo del VPI tocó el primer surco, la música lo llenó todo con una ensoñación sobria y extrañamente cálida. Desde el primer instante, la voz de Peter Gabriel emergió del centro del silencio con una claridad casi espectral. Ningún instrumento aún, solo él. Como un pregonero sin público, como un lamento arcaico que no necesita más compañía que su propia resonancia. La escena era casi religiosa. Un canto de invocación que convocaba leyendas, jardines húmedos, ruinas iluminadas por el sol de las cinco.
Así comenzó Dancing with the Moonlit Knight.
La entrada instrumental se desplegó como un dibujo de Escher: guitarras que suben mientras descienden, teclados que parecen flotar entre muros cubiertos de hiedra. El sistema respondió con generosidad: cada válvula del MA352 parecía escuchar conmigo. La profundidad de campo sonora era tal que podía distinguir el eco en el fondo del estudio, una respiración contenida, el roce de una cuerda. Este primer movimiento es un juego de espejos líricos y sociales: el Reino Unido como una farsa elegante, una tierra mítica que se disuelve en las estanterías de un supermercado.
Y sin embargo, cuando el disco parecía moverse en territorios etéreos, apareció de pronto I Know What I Like (In Your Wardrobe), juguetona, casi burlona. Una línea de bajo insistente, un ritmo de feria, una ironía pop que camuflaba crítica social. El personaje del jardinero que prefiere holgazanear antes que trabajar podría ser un primo lejano de Oblomov o Bartleby. Pero su retrato está trazado con cariño. Aquí la mezcla brillaba en su equilibrio: los sintetizadores parecían flotar en la parte alta del cuarto, mientras la percusión tenía un rebote físico, inmediato, casi corporal. En el centro, la voz de Gabriel narrando con esa ironía tan inglesa, tan elegante en su desdén.
Y entonces, sin aviso, vino la catarsis: Firth of Fifth. Ese piano inicial es un puente entre la geometría y la emoción. Cada nota parecía caer exactamente donde debía caer, como gotas sobre un estanque en perfecta simetría. El giradiscos entregaba la señal con tanta limpieza que uno podría trazar la curva exacta del ataque de cada tecla. Y cuando entró el solo de guitarra de Hackett, ya no estábamos en Inglaterra ni en la Tierra: estábamos suspendidos. Nunca un solo fue tan noble sin ser grandilocuente, tan emocional sin ser manipulación. Era belleza pura, sin agenda. La música era el mensaje.
Después, una pausa. Una pieza desnuda, una voz más joven, más vulnerable, más humana: More Fool Me. Era Phil Collins, aún sin la armadura de batería, confesando con una guitarra acústica entre manos algo parecido a la ternura. No era brillante, ni perfecta, ni compleja. Y sin embargo, en ese contexto, su fragilidad se volvía necesaria. El oído descansaba, el corazón se reordenaba.
Y entonces llegó el caos: The Battle of Epping Forest. La opereta mafiosa. Una batalla épica contada en clave de farsa. Si antes había sátira, aquí hay carnaval. Cambios de ritmo, voces multiplicadas, personajes que entran y salen como en una novela de Dickens con ácido. Peter Gabriel se desdobla en cada frase. La batería de Collins es un campo de minas. El sistema tuvo que esforzarse: todo está al límite. Y sin embargo, cada instrumento encontraba su lugar. La mezcla es densa, pero no se embrolla. La edición a 45 RPM permite que todo respire, incluso en el frenesí. Aquí, escuchar es como sostener un espejo roto: cada pedazo refleja una parte del mundo, pero todos se clavan un poco.
Tras la batalla, el remanso. Una pieza instrumental que parece el eco de algo que no sucedió: After the Ordeal. Como una danza de salón en un castillo abandonado. Las guitarras se deslizan sin prisa. El piano acaricia más que pulsa. Se respira un aire de postludio, como si la música también necesitara tiempo para digerir lo anterior.
Y luego, otra joya. El tema que cierra el lado antes del final: The Cinema Show. Comienza con una inocencia que no es tal. El piano marca una melodía casi infantil, pero en su interior se agita un torbellino de armonías cambiantes. Cuando entra el sintetizador de Tony Banks, todo se transforma: la pieza crece como una enredadera eléctrica. Es Genesis en su cima compositiva: complejos, pero no inasibles; sofisticados, pero emotivos. El sistema entero se convirtió en una orquesta personal. Las válvulas parecían respirar al ritmo del crescendo.
Y entonces, el cierre: Aisle of Plenty. Un retorno disfrazado. La voz del principio vuelve, pero más lejana, más melancólica. Y entre juegos de palabras con verduras y referencias crípticas, el disco se disuelve. Como si se retirara caminando de espaldas, silbando.
Cuando la aguja se levantó, el McIntosh seguía brillando en su silencio verde.
Y yo, como el jardinero del segundo tema, no quería volver al mundo.
Porque había algo en esa escucha —en ese recorrido sin interrupciones por paisajes sonoros, emociones suspendidas, sátiras suaves y catarsis instrumentales— que me recordaba lo que puede ser la música cuando se la escucha con devoción: un banquete. Un conjuro. Una forma de volver a casa.



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