Diarios Estoicos: Elegirse, sin permiso y sin culpa


Hay un momento —y suele llegar en los años redondos— en que uno ya no corre. No porque el cuerpo se niegue, sino porque el alma empieza a desobedecer con una elegancia serena. El trajín de los días, la presión de las agendas, el vértigo de la productividad empiezan a sonar como un ruido ajeno, un zumbido de fondo que ya no encaja en la respiración. No es cansancio. Es claridad. Una forma de lucidez que sólo llega cuando el tiempo vivido pesa más que el tiempo por venir, y por eso exige otras preguntas: ¿para quién sigo haciendo esto?, ¿a qué estoy aferrado todavía?, ¿qué me impide soltar?

Walter Riso lo describe con puntería envidiable: a cierta edad no se trata de rejuvenecer ni de volver a empezar, sino de aligerarse. No es la edad lo que duele, sino el peso acumulado. Cargas invisibles que no figuran en radiografías, pero se filtran en la mirada, en el tono de la voz, en la forma en que uno ocupa su espacio. Relaciones que hace años dejaron de nutrir, objetos que alguna vez significaron algo y ahora solo ocupan espacio, deberes asumidos por costumbre que ya no responden a ninguna verdad interior. Y entonces aparece la oportunidad —tácita, sin estridencias— de vaciar para respirar, de elegir sin pedir permiso, de vivir sin explicar cada paso.

Durante años aprendimos a consultar el deseo ajeno antes que el propio. A vivir según el guion establecido. A tolerar lo que no nos hacía bien por no parecer egoístas, por miedo a decepcionar. Nos convertimos en personajes funcionales: el fuerte, el disponible, el que resuelve. Y así fuimos abandonando parcelas internas, cediendo territorio emocional sin darnos cuenta, hasta que llega el día en que el alma, cansada de representar, pide salir a escena como quien es. Sin aplausos. Sin justificaciones.

El cambio que se insinúa a cierta edad no es un giro dramático, sino un proceso de depuración lenta y silenciosa. Se trata de dejar de complacer por inercia, de nombrar el cansancio sin culpa, de rechazar la idea de que aún debemos probar algo a alguien. No es rebeldía, es autenticidad. No es renuncia, es elección. Y para muchos, es la primera vez que se plantea como posibilidad real. Porque hasta entonces, vivir sin pedir permiso parecía un privilegio reservado a otros: a los jóvenes, a los excéntricos, a los que no cargaban con tantas responsabilidades. Pero la verdad es otra: mientras sigas respirando, puedes elegir. Aunque duela. Aunque incomode. Aunque decepcione.

Elegirse a sí mismo no es desamor hacia los otros. Es el único acto de fidelidad que puede sostener todo lo demás. Y a esta edad, cuando la lucidez se vuelve más importante que el reconocimiento, vale más un NO firme que mil gestos complacientes. Lo que ya no nutre, lo que ya no vibra, lo que ya no respeta nuestra paz interior, debe irse. No por rencor, sino por respeto. No por capricho, sino por dignidad emocional. El espacio que se libera —cuando uno suelta una conversación estéril, un objeto sin sentido, una culpa innecesaria— no queda vacío: se llena de presencia, de aire, de verdad.

La idea de que ya no se puede es una trampa sofisticada. No grita, no escandaliza, pero va apagando de a poco. Se disfraza de sensatez, de estabilidad, de prudencia. Dice: “Para qué ahora”, “Ya no tengo energía”, “Es tarde”. Pero en realidad, lo que dice es “Tengo miedo”. Miedo al cambio, al fracaso, al juicio. Miedo a volver a sentir deseo, porque eso implicaría reconocer que aún queda vida por vivir. El estoicismo siempre ha advertido sobre los disfraces del miedo. Y quizás este sea el más elegante de todos: la resignación decorada de madurez.

Pero cambiar a esta edad no es una renuncia a la experiencia; es su coronación. No se trata de volverse otro, sino de acercarse más a uno mismo. Con menos carga. Con más lucidez. Con una voluntad más selectiva. Con la capacidad, por fin, de mirar lo que ya no sirve sin necesidad de retenerlo. Aprender algo nuevo, cambiar una rutina, perdonarse un error antiguo, soltar una exigencia absurda, decir que no sin culpa: cada gesto puede ser el principio de una forma más plena de habitarse.

La paz, entonces, no es una promesa de armonía perfecta. Es un ejercicio diario de desapego, una forma de presencia sobria, una respiración que ya no busca convencer a nadie. Y en ese estado —que no es pasividad ni conformismo— uno descubre una dulzura nueva. La de no tener que demostrar nada. La de no necesitar explicación para estar bien. La de poder decir: “Esto es suficiente”, y que no sea resignación, sino plenitud.

Cumplir sesenta no es una condena ni un privilegio. Es una posibilidad. La de no traicionarse más. La de no actuar para el aplauso de otros. La de no vivir prestado. Si algo dentro de uno se mueve al escuchar estas palabras —aunque sea apenas— ese movimiento ya es un comienzo. Porque no hay mayor regalo que estar realmente presente en la vida que aún queda. No por nostalgia. No por revancha. Por respeto. Por ternura hacia uno mismo.

Comentarios

Entradas populares