Parte II del análisis de la Presidencia de Noboa o cómo las encuestas dicen más de lo que aparentan



Las encuestas tienen ese extraño poder de otorgar paz momentánea a quienes gobiernan. Son como espejos con truco: devuelven una imagen luminosa en mitad del caos. El más reciente estudio de opinión de agosto 2025 revela un dato que, en otras circunstancias, sería un tesoro para cualquier político: el 50,1% de los ecuatorianos aprueba la gestión del presidente Daniel Noboa. Exactamente la mitad del país le da un voto de confianza, aunque sea silencioso, resignado o condicionado. Una mayoría relativa, frágil y suficiente. Pero basta una mirada más atenta —no tanto a la cifra, sino a su respiración— para notar que ese porcentaje no representa tanto un respaldo, como un suspiro de pausa. Una espera. Una tregua emocional.

Porque ¿qué significa realmente que un país partido en dos otorgue esa cifra templada a un joven presidente reelecto con promesas de eficiencia y cambio? ¿Qué dice de nosotros que ese respaldo conviva con la percepción extendida de que “no hay resultados”, pero sí “buena intención”? Tal vez habla de una ciudadanía agotada, atrapada en una paradoja: desconfía de la política, pero sigue deseando un liderazgo fuerte; rechaza a los partidos, pero vota por apellidos; detesta los abusos, pero tolera el maniqueísmo cuando se presenta como cruzada moral.

El gobierno de Noboa —en esta segunda temporada— parece sustentarse en tres pilares: el casco, como símbolo de autoridad; el Excel, como promesa de modernidad tecnocrática; y el megáfono, como herramienta para marcar enemigos. Con esos tres instrumentos, el régimen construye una narrativa de orden, combate al crimen y eficiencia fiscal. Pero esa narrativa no necesariamente se traduce en mejoras tangibles para la vida cotidiana. Y eso, más temprano que tarde, pasa factura.

El informe muestra que un 30,5% de la población considera que la situación del país se está manejando “bien”, mientras un 23% la califica de “regular” y apenas un 13,3% se atreve a decir “mal”. Parecería un escenario optimista. Pero el optimismo en Ecuador suele tener fecha de caducidad corta. Más aún si se construye en base a percepciones y no a transformaciones reales. Porque ¿cómo se explica ese nivel de aprobación si los homicidios no ceden, si el sistema de salud colapsa con titulares trágicos como el de los doce neonatos fallecidos en Guayaquil, o si los apagones —por ahora contenidos— siguen latentes como amenaza?

La respuesta es incómoda, pero evidente: lo que se aprueba no es el resultado, sino la atmósfera de control. Lo que se aplaude no es la reforma, sino el relato de confrontación. Lo que se tolera no es la eficiencia, sino la estética de firmeza. Vivimos en un país que confunde acción con solución, despliegue con cambio, estética con ética.

En este escenario, la guerra contra el crimen organizado se convierte en el guion omnipresente. Cada semana trae un operativo, una foto de uniformes, un video editado, un enemigo nombrado. La lógica del conflicto interno declarado —esa figura jurídica polémica y de uso extensivo— se normaliza como si fuera parte del orden natural. La ciudadanía, temerosa y cansada, agradece el gesto. Y ese agradecimiento se traduce en cifras, en encuestas, en likes. Pero también en omisiones.

Por ejemplo: que el presidente haya encabezado una marcha contra la Corte Constitucional en agosto no generó mayor erosión en su imagen. ¿Por qué? Tal vez porque el ciudadano promedio no ve a la Corte como garante de sus derechos, sino como obstáculo técnico para un gobierno que —por fin— “hace algo”. El drama está ahí: el debilitamiento de los contrapesos se acepta como daño colateral de una supuesta eficacia. La política del megáfono ha reemplazado a la del equilibrio.

Lo paradójico, por no decir grotesco, es que todo esto ocurre bajo el paraguas de un discurso anticorreísta. Se invoca al pasado con horror para justificar prácticas que lo imitan. Se denuncia el autoritarismo de ayer mientras se reeditan sus formas: decretos urgentes que regulan libertades, leyes empaquetadas como económicas que ocultan recortes a la sociedad civil, confrontaciones con periodistas y silencios selectivos frente a agresiones. Es un gobierno que se define por lo que dice no ser, pero actúa cada vez más como aquello que finge combatir.

Y mientras tanto, el país vive un espejismo de estabilidad. La economía parece respirar mejor, pero lo hace con tubos prestados por el FMI y con el oxígeno artificial del optimismo técnico. El riesgo país baja, sí, pero no porque hayamos reformado nada de fondo, sino porque las narrativas de orden suelen seducir a los mercados. Nadie —ni inversionistas ni ciudadanos— quiere mirar debajo de la alfombra. Porque allí están las viejas preguntas: ¿cómo se sostiene la seguridad sin justicia? ¿Quién controla a los que controlan? ¿Cuánto dura la popularidad cuando se acaban los recursos simbólicos?

El informe de opinión de agosto no dice todo eso. Solo lo insinúa. Es una imagen congelada del país en medio del vértigo. Una captura de pantalla de una democracia que se mueve entre el aplauso digital y la precariedad estructural. El presidente aún flota. Pero la marea no siempre avisa cuándo va a cambiar. Y los gobiernos que se creen inmunes al desencanto suelen ser los que más rápido se hunden.

Así que sí, estos cien días han sido un reestreno. Con campaña global, elenco conocido y efectos especiales. Pero huele a refrito. Y como pasa con los refritos, el sabor dura poco.

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