La lógica de los sueños: Homenaje a Rick Davies y al sonido eterno de Supertramp


Tenía catorce años y unos pocos sucres en el bolsillo cuando vi Paris por primera vez en la vitrina de Toto’s, en el Centro Comercial Naciones Unidas. Era un doble vinilo con una portada nocturna, iluminada por la silueta del Arc de Triomphe (en la fantástica reedición del 2012 se lo reemplazó por la Torre Eiffel), que me pareció una postal venida de otro mundo. No sabía aún que ese disco —con sus canciones largas, sus teclados eléctricos, sus saxos a media luz— sería mi primer pasaporte a otro país: el de la escucha profunda. Poco después llegó Breakfast in America, con su portada de desayuno-pop y su camarera de sonrisa paródica. Así comenzó no solo mi colección de discos, sino una forma de estar en el mundo: leyendo portadas, descifrando letras, dejando que el oído me pensara.

Supertramp fue, con justicia, mi primera banda favorita. Antes de que llegara el barroco beatleano de ELO, los laberintos claroscuros de Pink Floyd, los ríos de Weather Report navegados a punta de neurosis jaconianas o las angustias de The Cure. Estaba esa mezcla extraña —y perfecta— de sofisticación pop, jazz progresivo, letras encriptadas y melodías inconfundibles. Rick Davies y Roger Hodgson eran dos polos de un mismo imán: la lógica y el sueño, el piano sincopado y la voz aguda, el cinismo elegante y la ternura a punto de quebrarse. Pero si había que elegir una brújula —una raíz rítmica, una línea de bajo que hipnotiza, un teclado que no pide permiso—, yo elegía siempre a Rick.

Cuando Roger se fue, como todos los jóvenes que aman sin matices, sentí la traición. Pero no tardé en descubrir algo más complejo y fascinante: el Supertramp post-Hodgson no era una sombra, sino una mutación. Brother Where You Bound (1985) me sorprendió por su ambición: una sola canción de 16 minutos, guitarras de Gilmour, climas densos, atmósferas políticas. No era pop, era un manifiesto. Y Free as a Bird (1987) fue aún más audaz: teclados digitales, cajas de ritmo, pero también esa esencia inconfundible que Davies no negoció jamás. Escuchar esos discos fue entender que una banda puede cambiar sin traicionarse, que la madurez también tiene su groove.

Rick Davies fue un resistente. Un compositor riguroso, un pianista de otro tiempo, un frontman sin aspavientos. Nunca quiso ser estrella de rock: fue un arquitecto del sonido, un obrero del acorde preciso. Mientras el mundo se dejaba arrastrar por modas efímeras, él siguió allí, al frente de una banda que ya no tenía himnos radiales, pero sí coherencia, respeto, oficio. Nunca dejó de sonar bien. Nunca dejó de sonar a él.

Hoy, tantos años después, cuando coloco Paris en el plato del giradiscos y el McIntosh enciende sus ojos azules, vuelvo a tener catorce. Vuelvo a sentir que una canción puede enseñarte algo esencial sobre la tristeza, el tiempo o el humor británico. Vuelvo a creer en ese viejo arte de escuchar, con los dos oídos y con el pecho abierto.

Rick Davies no fue el más ruidoso. No tuvo prensa escandalosa ni despedidas dramáticas. Pero construyó un universo sonoro donde muchos de nosotros crecimos, soñamos, nos despedimos de alguien, dimos nuestro primer beso o simplemente sobrevivimos una tarde difícil. Su música sigue allí: elegante, vital, compleja, generosa. Y nosotros seguimos aquí, levantando el volumen como quien levanta una copa.

Por él. Por Supertramp. Por la lógica de los sueños.


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