Río sin orillas: escuchando The Endless River en válvulas verdes
Fue una escucha crepuscular. De esas que no exigen, sino que invitan. Y una invitación que viene desde tan lejos —de los confines del rock sinfónico, de la última exhalación de una banda legendaria— no puede ser tratada con descuido. Así que encendí las válvulas del McIntosh MA352, dejé que los tubos brillaran con su verde ritual y puse sobre el altar sonoro la portada flotante de The Endless River, como si fuera una ofrenda.
Pero esta no fue una reproducción cualquiera. No era vinilo, no era streaming. Fue la versión Blu-ray del álbum, con sonido DTS-HD Master Audio en alta resolución, liberada en todo su esplendor multicanal. Un sonido surround profundo, inmersivo, envolvente, como si uno no solo oyera el río, sino que lo navegara desde adentro. Cada capa instrumental cobra volumen, espacio, aliento. Las atmósferas se despliegan como olas en cámara lenta, y cada tecla de Richard Wright, cada respiro de guitarra de Gilmour, parecen provenir de una dimensión distinta del cuarto.
Lo que siguió fue un viaje sin mapas, sin canciones (al menos en el sentido tradicional), sin necesidad de letra. Un río de texturas, ecos y reverberaciones que recuerdan lo que Pink Floyd fue, pero también lo que ya no es. Y en ese tránsito sin nostalgia, el disco propone otra cosa: una elegía instrumental, una despedida sin lágrimas. Una especie de adiós que se murmura, no se grita.
En este sistema, el álbum respira. Los sintetizadores se despliegan como niebla. Las guitarras de Gilmour suenan como si fueran reflejos sobre el agua. La mezcla, tan criticada por algunos por parecer “ambient”, aquí adquiere el cuerpo que necesita: la tridimensionalidad líquida de un sonido que no se escucha, se habita.
Y sin embargo, no es solo un disco. Es una meditación sonora. Un cierre, sí, pero también un homenaje a Richard Wright, el tecladista que ya no está, y cuyo espíritu parece extenderse en cada línea de sintetizador como un fantasma amable.



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