Don’t Stop Believin’: Escuchar como acto de fe
No se trata solo de Journey. No se trata de McIntosh, ni del vinilo, ni del giradiscos blanco como altar minimalista. Se trata de no rendirse al algoritmo.
Era una noche cualquiera, de esas en que el cuerpo pide silencio pero el alma pide música. La aguja descendió con el ritual exacto de una ceremonia antigua. No hubo pantalla, notificación ni publicidad interrumpida. Solo el crujido inicial del vinilo —ese ruido blanco que dice: “alguien está por escuchar de verdad”.
Sonaron los primeros acordes de Don’t Stop Believin’ y, aunque la canción ha sido domesticada por las playlists nostálgicas y los karaokes de oficina, aquí volvió a ser lo que alguna vez fue: un himno adolescente al deseo de huir, de resistir, de creer. Una balada vestida de rock, un grito en falsete que se aferra a lo imposible.
Hay discos que no piden ser entendidos, sino creídos. Escape, lanzado en 1981 por Journey, no fue concebido para complacer a los críticos, sino para conmover a millones. Y vaya si lo logró: 10 canciones que suenan como si el mundo pudiera salvarse con un solo estribillo sostenido en falsete.
Este no es un álbum conceptual ni rupturista. No tiene la sofisticación rítmica de Moving Pictures de Rush (aparecido el mismo año), ni la densidad lírica de The Wall. Escape apuesta a otra cosa: la épica sentimental de los suburbios, donde la radio FM era la única salida emocional para generaciones atrapadas entre la resignación y la promesa de algo más.
Steve Perry canta como si le doliera amar tanto. Neal Schon llena los espacios con solos que no buscan sorprender, sino elevar. Las letras son, a ratos, lugares comunes… y sin embargo, funcionan. Porque no están ahí para leerse: están para gritarse en la ducha, en la autopista, frente al espejo. Son mantras pop.
La producción —brillante, comprimida, precisa— está pensada para sonar en autos, no en catedrales audiófilas. Y, sin embargo, al poner el vinilo en un buen sistema, emergen matices inesperados: la percusión sintética de Escape, el bajo pulsante en Stone in Love, los coros casi gospel de Open Arms. Hay una ingeniería emocional detrás que resiste la burla fácil.
Escuchar Escape hoy, en vinilo, es reencontrarse con la ingenuidad sin pedirle disculpas a la adultez. Es asumir que el rock melódico de los 80 fue una forma legítima de religiosidad laica: cada estribillo una oración, cada solo una forma de salvación.
¿Es kitsch? Tal vez. ¿Es glorioso? También.
En el centro del cuarto: la luz azul de los tubos McIntosh titila como fuego votivo. El giradiscos blanco gira como un planeta autónomo. A su alrededor, todo ha sido dispuesto con una precisión silenciosa: el mueble oscuro, los altavoces atentos, el arte del disco expuesto como reliquia.
No es decoración. Es gramática de la escucha.
Este sistema no está armado para impresionar a nadie. Está armado para oír como se miran los cuadros: sin apuro, con cuerpo. Para dejarse tocar por una canción que muchos dan por muerta. Para redescubrir —sin cinismo— la belleza en lo que alguna vez nos hizo soñar con escapar de nuestra ciudad pequeña rumbo a una costa incierta.
Ninguna playlist de “rock clásico” te prepara para lo que se siente cuando suena Who’s Crying Now con cuerpo, con espacio, con ese eco real que solo una sala dedicada y un sistema calibrado pueden ofrecer. El algoritmo te ofrece esta canción como fondo. El vinilo te la devuelve como presencia.
Y entonces entiendes por qué Escape vendió millones, por qué Don’t Stop Believin’ se volvió himno de karaoke y de series de televisión. Porque debajo de su exceso está lo esencial: el anhelo. El deseo de no rendirse, aunque todo parezca perdido.
Escuchar así —con cuidado, con tiempo, con espacio— es un acto de resistencia. En un mundo de canciones recortadas por reels, de himnos convertidos en música de fondo para el supermercado emocional que es Instagram, detenerse a escuchar completo un disco, con su orden y sus silencios, es un gesto profundamente contracultural.
Y si además lo haces con un sistema que requiere calibración, paciencia, rodaje, inversión, espacio físico… entonces has cruzado la frontera: no eres solo melómano, eres creyente.
Un creyente sin dogma, pero con fe. Fe en que la música aún puede redimir. En que un solo acorde puede decir más que cien discursos. En que escuchar —de verdad— puede seguir siendo un acto de comunión íntima.
Tal vez por eso, esa noche, no cambié de lado el disco. Lo dejé sonar hasta el final, hasta que el plato giró en silencio. Me quedé sentado, como si esperara algo más.
Y quizás eso sea lo que siempre espero cada vez que pongo un vinilo: no solo música. Espero una señal. Una certeza. Un instante de verdad entre tanta interferencia.
Por eso sigo creyendo. Por eso sigo escuchando.



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