La red y la llama violeta: una crónica metafísica de nuestros desvelos digitales
Saint Germain, ese caballero de levita púrpura, alquimista de la conciencia y probable accionista mayoritario del karma planetario, predicaba la transmutación. No la de los metales -eso lo hacía en sus ratos libres, según los entusiastas de YouTube-, sino la del alma. La famosa llama violeta. Esa que, en teoría, podría purificar tus miserias más hondas con solo invocarla.
Hoy, en cambio, el nuevo rito de purificación se llama postear. En Facebook, en Instagram, en X, en TikTok. Cada selfie con filtro, cada reel coreografiado, cada indignación debidamente editada en formato vertical, funciona como una suerte de mantra invertido. Una metafísica low cost: en lugar de disolver el ego, lo glorifica. En vez de trascender el yo, lo multiplica en cada like.
Saint Germain hablaba de la elevación de la conciencia. Las redes sociales, en cambio, nos han convencido de que basta con comunicar tu verdad —sea lo que sea eso— para sentirse iluminado. Un like por aquí, una cita de Paulo Coelho por allá, una story llorando por el perrito perdido, otra exaltando tu “nuevo comienzo”, y voilá: tienes una mística portátil. Una espiritualidad de data center, con backup automático en la nube.
Pero no nos equivoquemos: este no es un sermón contra la tecnología. Sería como culpar al cuchillo por el filete mal cortado. Lo que hay, en cambio, es una profunda y elegante banalización de lo sagrado. La llama violeta de Saint Germain prometía transmutar los miedos en amor. En redes, transmutamos el miedo en likes y el amor en contenido. Una alquimia, sí, pero inversa.
En lugar de meditar, escroleamos. En vez de invocar, retuiteamos. Saint Germain —ese dandy cósmico— enseñaba que el verbo yo soy tenía un poder creativo. “Yo soy la llama violeta que consume toda imperfección”, repetían los discípulos con la esperanza de resetear su karma. Hoy, el yo soy se ha convertido en “Yo soy Capricornio con ascendente en drama y necesito espacio, pero también atención”. El mantra se volvió meme.
Las redes sociales no son el infierno, claro. Pero tampoco son el cielo. Son un purgatorio con wifi. Un intermedio eterno donde las almas no terminan de encarnar ni de liberarse. Donde todos opinan, pero nadie escucha. Donde se confunde viralidad con verdad, visibilidad con virtud. Donde el alma se mide por su engagement rate.
Y sin embargo, quizá —solo quizá— haya una forma de redención. Tal vez aún se pueda invocar la llama violeta en medio del ruido. Tal vez, si en lugar de postear compulsivamente, apagamos el teléfono y respiramos; si en vez de reaccionar, reflexionamos; si convertimos el scroll infinito en una pausa consciente, entonces podríamos acceder a una metafísica del silencio.
O tal vez no. Tal vez Saint Germain ya esté en TikTok, enseñando cómo manifestar un novio millonario con el poder de la quinta dimensión. Porque hasta los maestros ascendidos deben adaptarse al algoritmo.
Pero no desesperes. Respira. Inhala. Exhala. Borra ese tuit hiriente. No eres tu feed. No eres tus seguidores. Tal vez —y esto lo digo sin ironía— eres mucho más que eso.
O como diría el mismísimo Saint Germain, si viviera en nuestros tiempos digitales:
“Yo soy la contraseña que desbloquea mi conciencia.”



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