Diarios Estoicos: El arte incierto de irse bien (parte II) y la vocación de partir
A veces pienso que la gran vocación del ser humano es la despedida.
Venimos, pasamos, tocamos, construimos, amamos… y luego partimos. Todo lo que somos —los vínculos, las casas, los trabajos, incluso las ideas que un día nos definieron— está hecho de materia pasajera. Y sin embargo, todo en nosotros se resiste al adiós.
Nos aferramos como si quedarnos fuera un mandato. Como si soltar fuera una traición. Como si el desprendimiento implicara renuncia al amor. Pero no es así.
No siempre es así.
Ahí es donde aparece Musonio Rufo, el maestro olvidado. Aquel que enseñó a los demás estoicos a no endurecerse tanto. Que hablaba del deber de educar a las hijas, del papel de la mujer filósofa, del valor del afecto contenido. Y que, ante la partida inevitable, decía:
“Ninguna pérdida es amarga si no perdemos también el juicio.”
(Fragmento 21)
Y más aún:
(Fragmento 34, reconstruido)
Musonio no propone el silencio seco de Epicteto, ni la severidad lógica de Marco Aurelio. Propone otra cosa:
Un desprendimiento sin renunciar a la ternura.
Soltar la mano sin despreciar el calor que dejó.
Cerrar la puerta sin dejar de mirar una última vez.
Porque, como decía:
“Todo lo amado volverá al fuego del mundo.
Ama sin miedo. Y luego deja que arda.”
Notas de cierre personales
Pero quizás —como lo intuyes— partir bien sea nuestra vocación más profunda.No solo porque debamos aprender a irnos de los lugares, de los vínculos o de las formas antiguas de ser. Sino porque cada día, si somos honestos, es ya una pequeña despedida. Un ensayo general de lo que vendrá.
Y tal vez —como Musonio enseñó— no se trata de endurecerse, sino de afinar el gesto.
De irse sin odio.
De quedarse sin imponerse.
De comprender que toda despedida es también una forma de amor.
“El alma virtuosa no se endurece ante el dolor, sino que lo entiende. Lo atraviesa. Y luego se inclina con gratitud ante lo vivido.”
Confieso que aún me cuesta.



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