Paulina Tamayo, la grande que cantó por todos
A veces, la historia de un país no se escribe en tratados ni en discursos, sino en voces. Voces que uno reconoce antes de aprender a nombrarlas. Voces que te acompañan sin pedir permiso, como la lluvia de agosto o el olor a guayusa en las mañanas frías. La voz de Paulina Tamayo era así: inevitable, antigua y propia. No necesitaba presentación, porque ya vivía en nosotros.
Paulina no fue solo una gran cantante. Fue un territorio emocional. Una cartografía del dolor, del coraje, del amor abandonado y también de la fiesta en la mitad del mundo. Le decían La Grande del Ecuador y no era hipérbole. Era constancia. Una forma de estar en la vida, de defender la música popular cuando muchos la miraban por encima del hombro, como si las canciones del pueblo no merecieran el mismo respeto que un aria o una sinfonía.
Pero ella lo sabía: no hay nada más difícil que cantar lo sencillo. No hay nada más político que cantar lo propio.
La escuchábamos en bodas, funerales, cumpleaños, serenatas y elecciones. La escuchábamos en los buses interprovinciales, en las radios AM, en los karaokes del barrio. Su voz estaba ahí para todos. No hacía distinciones. Acompañaba lo mismo al migrante nostálgico que al adolescente enamorado. Era voz de madre, de hermana mayor, de amiga borracha que te abraza cuando todo se va al carajo.
Tenía un estilo que no se parecía al de nadie. Un vibrato limpio, preciso, pero cargado de emoción. Paulina podía sostener una nota como quien aguanta el llanto. Sabía cuándo quebrar la voz, cuándo dejar que se escape apenas un hilo, como si cantara desde el borde de un abismo personal.
Se movía entre géneros con naturalidad: pasillo, vals, sanjuanito, albazo, tecnocumbia. Y no por oportunismo, sino porque entendía que lo popular no es un molde, sino un cauce. Y ella lo desbordaba. Cada canción suya parecía venir de otra época y, al mismo tiempo, hablarle a este momento exacto de nuestras vidas. Como si sus canciones fueran cartas que escribió hace años y apenas hoy nos llegan.
Ser mujer en la música popular ecuatoriana no ha sido fácil. Pero Paulina no pidió permiso. No esperó a que le hicieran espacio. Lo tomó. Lo ocupó con dignidad, con trabajo, con talento a prueba de todo. Y no lo hizo sola: cada vez que cantaba, llevaba con ella a las mujeres que vinieron antes y a las que vendrían después.
Su muerte deja un silencio incómodo. Uno de esos que no se llenan con homenajes oficiales ni con trending topics. Se llenan, si acaso, volviendo a poner sus discos. De noche. A solas. Con un vaso a medio llenar y el corazón a medio vaciar.
Y entonces vuelve a sonar Solo por tu amor, Parece mentira, Avecilla o Canción del Alma, comprendemos que hay artistas que no mueren, solo se convierten en eco.
Gracias, Paulina, por haber sido esa voz que nos sostuvo cuando ya no podíamos decir nada. Por habernos enseñado que cantar también es resistir. Que llorar bailando es una forma de seguir vivos.



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