Dos galaxias: John Lodge y Ace Frehley

Hay muertes que son como señales de tránsito en la memoria: te detienen, te obligan a mirar atrás. La de John Lodge —bajista y voz melódica de The Moody Blues— y la de Ace Frehley —el guitarrista enmascarado de Kiss— me agarraron con unos días de diferencia, pero con el mismo tirón en el pecho.

Un tirón que decía: “Esto también eras tú”.

Porque Lodge y Frehley no compartían casi nada —ni estilo, ni gestualidad, ni código estético— salvo una cosa: me habitaron. Fueron dos formas de supervivencia sonora en la adolescencia. Dos galaxias disonantes orbitando la misma angustia: la de crecer sin mapa.

De The Moody Blues aprendí a cerrar los ojos y flotar. El bajo de Lodge no era grave ni oscuro: era como una cama elástica invisible que sostenía los arreglos sin imponer peso. En Legend of a Mind, mientras Justin Hayward cantaba “Timothy Leary’s dead…”, era Lodge quien nos mantenía a flote en ese viaje ácido hacia las regiones donde el rock se disolvía en poesía. Yo tenía quince años. Dormía en un cuarto sin puerta, con un radio de onda corta que captaba una emisora lejana. Y una noche, mientras el resto de la casa dormía, Timothy Leary murió por primera vez en mis auriculares.

Descubrí entonces que había otra forma de rebeldía: la de cerrar los ojos, en vez de romper cosas.

La de no tener prisa.

La de quedarse en el sonido.

In Search of the Lost Chord se volvió mi manual secreto de evasión. No era un disco: era una biblioteca de símbolos sonoros. Lodge —con ese tono sobrio, casi sacerdotal— era el guía que cruzaba conmigo el umbral del sentido.

Ace Frehley, en cambio, llegó como un puñetazo de neón.

Yo era otro. Más suelto, más reactivo, más físico. Me fascinaba ese tipo que no hablaba mucho, que parecía desorientado fuera del escenario, pero que al empuñar la guitarra se transformaba en un rayo con máscara. Cold Gin, Shock Me, Strange Ways. No eran canciones, eran escapes. Trincheras sónicas para un adolescente torpe que no sabía cómo encajar.

Frehley no te invitaba a flotar: te obligaba a gritar. No te conducía a una experiencia mística: te metía en el baño de un colegio cualquiera, con la camiseta sudada y el corazón reventando.

Y era glorioso.

Porque en esa exageración, en ese maquillaje burdo, había una verdad emocional innegociable: el derecho a ser grande, aunque solo fuera en tu habitación.

Lodge era introspección astral.

Frehley era catarsis eléctrica.

Ambos, dos rutas hacia el centro incandescente de una misma confusión.

Hoy que han muerto —Lodge con su elegancia británica intacta; Frehley con su aura de antihéroe inmortal— me doy cuenta de algo elemental: yo también fui dos. Y ellos me lo permitieron. Ellos lo hicieron posible.

Escucho ahora Love Gun y luego Ride My See-Saw.

La transición es abrupta, sí. Pero no incoherente.

Es como mirar dos fotos de juventud: una tomada en el planetario; la otra en un baño con luces de discoteca.

Ambas son ciertas.

Ambas fueron hogar.

Y entonces uno envejece, y cree que ha superado todo ese barullo de la adolescencia. Pero no. Los fantasmas de la guitarra siguen latiendo. La psicodelia sigue ofreciendo consuelo. Y cuando mueren los hombres que te ofrecieron esas rutas —esos pasajes secretos al yo que no sabías que eras— no se trata solo de nostalgia.

Es gratitud.

Es duelo.

Es volver a entrar, por un instante, en aquel cuarto sin puerta donde todo era posible.

Gracias, John.

Gracias, Ace.

Por prestarme sus máscaras.

Por prestarme sus acordes.

Por hacerme —sin saberlo— un poco más completo.

Comentarios

Entradas populares