Entre la barricada roja y la bota autoritaria



“Algunos incendios no se apagan con agua, sino con memoria.”
Bitácora apócrifa de un campesino de la Sierra Norte

No se puede caminar por Otavalo —ni por Cotopaxi, ni por Cañar— sin sentir el humo. Y no hablo solo del que asciende de las fogatas o de los neumáticos ardiendo en las carreteras. Hablo del humo más denso: el que se cuela por las grietas del país, el que asfixia a quienes aún creemos en la democracia sin adjetivos. Porque el Ecuador, hoy, está atrapado entre dos fuegos: el de una izquierda reaccionaria que se disfraza de justicia mientras coquetea con el caos, y el de una derecha autoritaria que se disfraza de orden mientras le guiña el ojo al totalitarismo.

El paro nacional de septiembre y octubre de 2025 no solo ha sido una protesta. Ha sido una radiografía de nuestra fractura más profunda. Y una prueba amarga de que —una vez más— los ciudadanos de a pie somos los peones involuntarios de una partida jugada entre radicales y tecnócratas de puño duro.

I. El nuevo viejo paro: utopías con piedras y megáfonos

Todo comenzó con un decreto que parecía técnico, casi neutro: el Decreto Ejecutivo 126, firmado por Daniel Noboa, eliminaba el subsidio al diésel. Pero en un país donde el combustible es pan, vida y subsistencia, el impacto fue inmediato. El galón pasó de $1,80 a $2,80. La respuesta fue casi automática: la CONAIE salió a las calles, los bloqueos florecieron como hongos, y el ruido volvió a cubrir la Panamericana.

Según Ecuador Chequea, para la tercera semana ya había bloqueos en al menos cuatro provincias, un muerto confirmado (Efraín Fuerez, comunero de Cotacachi), más de cien detenidos, 83 procesados, periodistas agredidos, un corresponsal deportado y una ciudadanía encerrada en su propio país. No es el guión de una serie de suspenso distópico: es la realidad ecuatoriana que se repite —como tragedia, pero también como caricatura.

II. Fuego rojo: cuando la lucha social se vuelve espectáculo pirotécnico

La narrativa de la dirigencia indígena fue clara y estridente: “el pueblo se levanta”, “la patria no se vende”, “la lucha continúa”. Frases de camiseta, de cartel y de discurso de tarima. Pero también hubo piedras, lanzas, militares agredidos, soldados arrastrados por el suelo. En la otra esquina del relato, el gobierno y sus seguidores hablaban de “estructuras criminales”, “terrorismo infiltrado”, “Tren de Aragua disfrazado de poncho”.

¿La verdad? Como siempre, es escurridiza. Lo que sí sabemos, gracias a periodistas valientes y chequeadores de datos, es que murió un comunero, se retuvo a militares, se agredió a reporteros, se cerraron carreteras y se paralizó el país. ¿Quién gana con todo esto? No los pueblos. No los ciudadanos. Ganan los discursos extremos que se alimentan mutuamente como un fuego cruzado.

Como escribió Carlos Granés: “En América Latina intentamos justificar el fracaso de la utopía en función de enemigos externos, con complicidades internas. Siempre hay un saboteador conveniente.” Aquí el sabotaje lo protagoniza la realidad misma: esa que nunca encaja en los slogans.

III. Fuego azul: la mano dura que se frota las botas

Ante la protesta, la reacción: estado de excepción, militarización, represión selectiva (y a veces no tanto). Noboa impuso dos estados de excepción en menos de un mes. El segundo incluyó suspensión de derechos, toques de queda y despliegue de tropas en diez provincias. Mientras tanto, las redes sociales gritaban: “¡Un Bukele para Ecuador ya!”

La receta salvadoreña —una pizca de populismo punitivo, una cucharada de brutalidad y una tonelada de marketing— sigue tentando a las élites políticas ecuatorianas. Jan Topic, excandidato, lo dijo sin pudor: “¿Qué derecho humano es más importante que la vida?”. Traducción: si el precio del orden es la democracia, que arda la democracia.

Fundamedios documentó 31 agresiones contra la prensa, muchas cometidas por policías y militares. Se golpeó a periodistas, se confiscó equipo, se silenció a quienes contaban lo que pasaba. Y mientras tanto, las voces oficiales repetían la letanía de siempre: “todo está bajo control”.

IV. El fuego oculto: nosotros, los atrapados

La mayoría de nosotros no lanza piedras ni firma decretos. Solo quiere llegar al trabajo, cuidar a sus hijos, comprar el gas sin pagar el triple. Pero este país parece hecho para castigar a los que no gritan. Nos exigen elegir: ¿estás con la lucha revolucionaria o con el orden salvador? ¿Con los que bloquean o con los que apalean? Y uno piensa: ¿no hay un lugar en el medio donde no me usen de escudo humano ni de excusa para el garrote?

Los datos duelen: más de $40 millones en pérdidas, escuelas cerradas, pacientes sin atención, turismo perdido. Y en lo simbólico, aún peor: el miedo se volvió rutina. Miedo a hablar, a marchar, a cubrir, a disentir. Miedo a no estar del lado correcto del fusil.

V. Contra las llamas gemelas

El fuego del autoritarismo avanza con botas. El fuego del populismo insurreccional avanza con consignas. Ambos incendian la casa común. Y mientras tanto, la democracia —esa palabra que ya parece un lujo vintage— se derrite.

Granés, otra vez, da en el clavo: “El sueño refundador latinoamericano ha sido muchas veces una excusa para la ruina.” Aquí no refundamos nada: apenas sobrevivimos a la ruina programada.

Quizá ya no se trata de elegir bando, sino de negarse a jugar el juego. De decir “no” a la disyuntiva entre autoritarismo y caos. De reconstruir lo que alguna vez creímos posible: un país gobernado por la ley, no por la consigna ni por el decreto.

 “No hay fuego que dure cien años, ni país que lo resista.”

Apócrifo atribuido a un bombero anónimo de Riobamba

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