Diarios Estoicos: Zenón y el arte de no tropezar con la lengua

 


“Es mejor tropezar con los pies y caer, que no con la boca.”
— Zenón de Citio, citado en Vidas de los filósofos más ilustres, Diógenes Laercio 7.21

Hay frases que se deslizan como guijarros por la historia, sin aspavientos, sin pretensiones de eternidad, pero que terminan incrustadas —calladamente— en la arquitectura del pensamiento moral. Esta sentencia de Zenón es una de ellas. Apenas unas palabras —una comparación, un juicio, una advertencia— que, sin embargo, contienen el corazón del estoicismo: el llamado a la templanza, al dominio interior, al uso prudente de la palabra como frontera ética.

Zenón lo deja claro: una caída física puede doler, puede rasgar la piel, dejar un moretón, una vergüenza pasajera. Pero el tropiezo de la lengua —esa otra extremidad, invisible y afilada— puede herir más hondo, con consecuencias que no se curan con pomadas ni con reposo.

La lengua, esa bestia sin riendas

Los estoicos sabían que el primer terreno de la libertad no está en las calles ni en las leyes, sino en uno mismo. Y que dentro de ese “uno mismo”, la palabra ocupa un lugar privilegiado. No hay animal más peligroso que la lengua desbocada. Lo sabía Séneca cuando aconsejaba: “Habla sólo cuando tus palabras sean mejores que el silencio”. Lo intuía Epicteto, quien advertía que antes de hablar conviene preguntarse si lo que vamos a decir es verdadero, útil y necesario. Y, aun así, elegir si vale la pena decirlo.

En un mundo como el nuestro, donde hablar se ha vuelto reflejo más que decisión, esta advertencia cobra una fuerza inesperada. Redes sociales convertidas en picotas digitales, juicios en 280 caracteres, cancelaciones exprés, sarcasmos automáticos, ironías mal digeridas, ofensas lanzadas como quien lanza migajas a una jauría hambrienta de indignación. Vivimos —paradoja urgente— en la era de la sobreexposición verbal y del silencio imposible.

Tropiezo de pies, tropiezo de alma

Un tropiezo con los pies es un gesto torpe, una distracción, una falla mecánica. Pero un tropiezo con la boca revela otra clase de descuido: el descuido del juicio, de la intención, de la conciencia. En el cuerpo uno cae y se levanta. En la palabra, muchas veces, se cae sobre otro.

Y a veces sobre uno mismo. Cuántas veces una frase dicha sin pensar se convierte en un nudo, en una deuda moral, en una grieta relacional. Cuántos vínculos se rompen por lo que no supimos callar. O peor: por lo que dijimos con orgullo, con falsa seguridad, con esa torpeza emocional que suele disfrazarse de sinceridad brutal.

Callar no es renunciar a la verdad. Es esperar el momento justo. Es no contaminar la razón con el impulso. Es practicar la moderación como virtud revolucionaria.

El silencio como forma de sabiduría

Zenón no propone el mutismo, sino la vigilancia. No se trata de enmudecer, sino de habitar el lenguaje con conciencia. En ese sentido, la ética estoica no es una renuncia, sino una alquimia: transformar el ruido interior en palabra justa. Y cuando no sea posible, elegir el silencio como refugio.

Porque el silencio —cuando no es evasión— puede ser una forma elevada de presencia. Una forma de cuidar. Una forma de amar.

Y también una forma de resistir. Resistir a la necesidad de tener siempre la última palabra. Resistir al hábito de comentar todo. Resistir al juicio inmediato. Resistir a uno mismo.

Una práctica estoica para estos tiempos

¿Y si hiciéramos la prueba? Una semana entera preguntándonos, antes de hablar:

— ¿Estoy reaccionando o respondiendo?

— ¿Esto que quiero decir edifica o erosiona?

— ¿Es más noble que el silencio?

No se trata de convertirnos en estatuas. Se trata de convertirnos en personas con alma firme. De recuperar esa pausa interior —ese espacio entre impulso y acción— que define la libertad de espíritu.

Porque al final, como dice Zenón, tropezar con los pies es natural. Lo hacemos todos, casi a diario. Pero lo verdaderamente valioso es aprender a caminar —y hablar— sin herir.

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