Renacer entre cláxones
No vine a la Ciudad de México buscando una iluminación. Pero la ciudad, como esas películas que no avisan cuándo empieza el tercer acto, me escribió una escena sin guion. Fue en la Condesa. Y no fue una metáfora: estuve a punto de morir.
Caminábamos en grupo —gente querida de Voces del Sur— por esas calles donde los árboles aún insisten en dibujar sombras sobre el asfalto. El aire tenía ese perfume híbrido de jacarandás viejas y smog moderno. Hablaba con Verónica por teléfono. Una de esas conversaciones cálidas que suspenden el tiempo. El grupo cruza. Yo me quedo en la mitad de una avenida amplia. Ni me doy cuenta.
Un primer coche se frena, chirriando los frenos. Instintivamente sonrío. Pero los siguientes no se detienen. No ven. No quieren ver. No soy más que un obstáculo urbano en su coreografía de prisa.
Salto. Atrás. Luego adelante. Dos movimientos torpes y liminales. Esquivo la muerte por centímetros. Un poco más y mis sesos mancharían la banqueta. Pero no. Sobrevivo.
Desde la acera, los gritos. El rostro desencajado de una compañera. Me ve hecho trizas en su imaginación. Yo llego al grupo, sereno. Sigo con el auricular pegado. Verónica aún al otro lado. Nadie ha cortado. Nadie ha colgado la vida.
Y ahí, en ese instante raro, sucede algo: la conciencia se abre como un parpadeo sostenido. No hay drama. No hay flashback ni túneles luminosos. Solo claridad: hoy debí morir y no morí.
¿Qué hacer con ese saber?
La vida —lo he dicho antes, pero ahora lo creo— no es un derecho adquirido. Es un préstamo con cláusulas arbitrarias. Nos acostumbramos a circular como si fuésemos inmortales, cuando en realidad estamos al borde de la cancelación en cada esquina. Hay autos que no frenan. Hay destinos que no avisan. Y hay resurrecciones discretas como la mía: sin ambulancia, sin epílogo, sin testigos heroicos.
La muerte no necesita discursos. Solo espera. Y a veces falla.
Desde entonces, algo me habita. Un murmullo interior que me dice: “No puedes seguir caminando igual después de haber cruzado desde el otro lado.” No se trata de abrazar una nueva religión ni de vender mis discos ni de perdonar a mis enemigos. Se trata de vivir con un poco más de conciencia. De ligereza. De gratitud silenciosa.
Y sí, también de vuelo.
Porque la calle me devolvió al mundo, pero me quitó el deseo de quedarme en lo estático. Ya no quiero quedarme donde no se puede volar. Quiero ciudades que no me atropellen. Conversaciones que me despierten. Amores que me cuiden incluso en altavoz.
Hoy sé que nací dos veces. La primera, hace más de medio siglo. La segunda, un martes cualquiera, entre los árboles de la Condesa y los cláxones impacientes de esta ciudad inmensa.



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