Diarios Estoicos: Cuando la ofrenda del agravio sustituye el sacrificio del carácter
Tienes poder sobre tu mente — no sobre los eventos. Date cuenta de esto, y hallarás fuerza.
Marco Aurelio
Desde la ventana del trolebús se ve una hilera de cuerpos pegados a sus pantallas, cabezas agachadas como en oración. Una joven se detiene a leer un comentario hiriente, algo que no esperaba. Su rostro cambia apenas. Guarda el teléfono como quien devuelve una daga a la funda. El mundo sigue. Un niño grita por un helado, un perro cruza la calle con la dignidad de quien ha sobrevivido a todo.
Esa escena —tan mínima como constante— me recuerda cuántas veces nos sentimos heridos sin sangre. Victimizados sin verdugo. Ofendidos por ecos. A veces, todo se resume en un “me hicieron”: una frase dicha sin intención, una ausencia, una mirada no devuelta. Y entonces, sin darnos cuenta, ofrecemos el agravio como si fuera identidad. Lo cultivamos. Lo cargamos. Lo convertimos en altar.
El pensamiento
Hoy se celebra con fervor la cultura de la ofensa. No la justicia, no la reparación: la ofensa. Nos entrenamos para sentirnos heridos, y al hacerlo, también para exigir que otros se arrodillen ante nuestras fracturas. Y sí, hay heridas reales, sí, hay sistemas injustos. Pero una cosa es reconocer el daño y otra vivir de él.
La filosofía estoica, en cambio, nos invita a una disciplina radical: distinguir entre lo que depende de nosotros y lo que no. No para negar la injusticia, sino para no convertirla en excusa. No para callar el agravio, sino para que no nos robe el timón.
Epicteto, esclavo tullido, lo dijo sin rodeos: “No son las cosas las que nos afectan, sino nuestras opiniones sobre ellas”. Y Marco Aurelio —emperador que no podía elegir el caos de su imperio— insistía en que el carácter era la única verdadera fortaleza. No la piedad ajena. No la aprobación. No el eco del agravio amplificado por mil retuits.
Y sin embargo, hoy, en el altar del mundo hipersensible, ser víctima es casi un sacramento. “¿Quién sufre más?”, parece preguntar la plaza pública. Se compite por mostrar la herida más visible. Se exige que todo se transforme para no incomodarnos. Pero la incomodidad no es enemiga: es maestra. El dolor no es siempre injusticia: a veces es simplemente la vida enseñando sin anestesia.
Séneca decía que el sabio no necesita reparación, porque su dignidad no depende de terceros. No porque no sufra. Sino porque ha elegido no quedarse ahí. Porque sabe que convertir el daño en identidad es permitir que el otro escriba tu historia.
Y en eso reside la incompatibilidad con cierta visión del mundo actual: el estoico no niega el dolor, pero no lo negocia como moneda. No lo eleva como bandera. No pide permiso para ser libre.
Frente a la lógica de la ofensa perpetua, el estoicismo propone otra forma de estar en el mundo: resistir sin ruido, caminar sin reclamar, cuidar el carácter como último reducto de libertad. Mientras la cultura del agravio exige reparación externa, el estoico trabaja dentro. Mientras uno espera ser reconocido como herido, el otro elige no ceder su dignidad ni siquiera al enemigo.
La verdadera revolución no está en visibilizar cada herida. Está en no permitir que la herida decida por ti.
El eco
Esta mañana, al apagar el celular, sentí un alivio extraño. Como si el agravio —ese que uno ni siquiera sabía que cargaba— se disolviera en el silencio. Caminé hasta el parque. Nadie me debía nada. Nadie me debía reconocimiento. Nadie me debía reparación.
Y, sin embargo, el sol brillaba como si me conociera.
En un banco de madera, una anciana se amarraba los zapatos con lentitud de ritual. Un niño le ofreció ayuda y ella sonrió con la serenidad de quien ya no espera disculpas. Solo camina.
Quizás eso sea: dejar de ofrecer el agravio como pasaporte. Y volver a caminar con los hombros libres. Sin culpa, sin ira, sin expectativa. Con carácter.
Con ese invisible escudo que los estoicos forjaban cada día con lo único que no les podían quitar: su elección.



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