Intelectuales seducidos por dictadores: el aparato que no cayó con el Muro

 

 

Cerré El fin de la inocencia y lo dejé ahí, a la vista, como se deja una prueba. No me gusta la palabra “revelación” —tiene algo de conversión religiosa—, pero sí me quedó esa incomodidad rara de haber mirado el mecanismo por dentro. No el del “comunismo” como gran concepto, sino el de su maquinaria de prestigio: cómo se fabrica autoridad moral, cómo se administra la buena conciencia, cómo se construye una atmósfera donde la gente brillante aprende a respirar sin oxígeno.

El libro de Koch tiene una cualidad que hoy escasea: no te deja refugiarte en la niebla. No te permite decir “qué complejo” y quedarte tan campante. Te muestra la tubería. Te recuerda que, mientras el siglo XX se partía en ideologías y cadáveres, hubo un trabajo fino, persistente y calculado para conquistar una cosa decisiva: la imaginación moral de Occidente. No para convertir a todos en comunistas, sino para lograr algo más rentable: que una parte de la cultura occidental —esa que reparte legitimidad y diploma de “humanidad”— mirara hacia otro lado cuando convenía.

En el centro de esa historia aparece Willi Münzenberg. Un nombre que debería enseñarse más que muchos “pensadores” de manual. No era un filósofo: era un operador. No escribía teoría para explicar el mundo; movía piezas para organizar lo que el mundo iba a creer de sí mismo. En su entorno, la propaganda no era el altoparlante del partido; era una arquitectura entera hecha de revistas, comités, congresos, manifiestos, invitaciones, viajes, cenas, fotos y firmas ilustres. Una economía de la virtud.

Me quedé pensando en lo sofisticado que fue todo eso, y en lo fácil que resulta hoy repetir el gesto de desprecio: “cómo pudieron caer”. Esa superioridad retrospectiva es cómoda y, por lo mismo, sospechosa. Porque lo que Koch describe no es solo un engaño; es una seducción. Y las seducciones, por definición, no funcionan con gente estúpida: funcionan con gente sensible a la idea de estar del lado correcto.

El aparato entendió algo elemental: a un intelectual no se lo recluta con una orden; se lo conquista con una causa. Se le ofrece un marco noble —antifascismo, justicia, humanidad— y se le construye alrededor un ambiente donde disentir empieza a sonar como una falta moral. De pronto, el debate no es sobre hechos, sino sobre pertenencia: ¿estás con “nosotros” o con “ellos”? ¿Eres de los que “comprenden” o de los que “repiten propaganda burguesa”?

Leer sobre la manipulación del gran teatro de operaciones en que se convirtió la tragedia de la Guerra Civil español que tuvo sus propias purgas y la aplicación del mecanismo de terror interno en el bando republicano, es un descenso al horror de la abyección humana. Pero asomarse a la penetración de una buenaparte del círculo o grupo de Bloomsbury y la institucionalidad intelectual británica es como asistir a una tragicomedia de vanidades fatal y ridícula al mismo tiempo. 

Y ahí entra la parte más corrosiva: el sistema no pedía que todo el mundo mintiera todo el tiempo. Eso sería torpe. Pedía cosas más finas, más elegantes: una omisión, un adjetivo, un matiz, una prudencia. Ese tipo de complicidad que se puede escribir sin rubor y, mejor aún, sin conciencia de culpa. Se aprende rápido a decir “no tengo todos los elementos”, “hay un contexto”, “no hay que hacerle el juego al enemigo”. La frase perfecta, en cualquier década, suele ser la más corta: sí, pero…. Ese “pero” lo ha lavado todo: cárceles, censuras, purgas, campos. El “pero” convierte el horror en un detalle molesto, como un ruido de fondo que conviene no amplificar.

Aquí hago una pausa. Porque en ese punto el libro deja de ser historia soviética y se vuelve una advertencia doméstica: cualquiera puede terminar justificando lo injustificable, siempre que lo llamen por el nombre correcto. “Proceso”. “Transición”. “Resistencia”. “Soberanía”. El diccionario es amplio. La conciencia, a veces, no.

Lo más perverso del asunto es que esa maquinaria no solo operaba hacia afuera, para convencer. Operaba hacia adentro, para sostener el autoengaño de sus aliados culturales. Se fabricaba una experiencia: visitas guiadas, encuentros cuidadosamente curados, escenarios donde el invitado ilustre veía lo que debía ver. Lo que no debía ver quedaba fuera de cuadro. Y si el invitado intuía algo, el aparato le ofrecía una salida digna: la idea de que el sacrificio era inevitable, que la historia era dura, que la revolución era un proceso. La barbarie, con el maquillaje adecuado, se vuelve “necesidad”.

Hay un detalle que me persigue: el aparato no solo compraba apoyo; compraba estatus. Ofrecía a escritores, artistas y periodistas una sensación de centralidad histórica. La promesa de estar “en el corazón de la época”. Y eso es peligrosísimo porque le habla a un deseo que muchos niegan y casi todos tienen: el deseo de no ser un observador, sino un protagonista. De escribir la frase que quedará. De aparecer en la foto correcta.

En esa zona, la propaganda se vuelve un arte social. Un arte de administrar prestigio. De decidir quién es “honesto” y quién es “reaccionario”. De convertir el disenso en sospecha. De instalar una moral de partido sin necesidad de carnet, solo con clima cultural. Y cuando el clima cambia, la gente se adapta: no siempre por cobardía, a veces por comodidad, a veces por convicción, muchas veces por una mezcla vergonzosa de todo.

América Latina entra aquí como una nota al margen, pero una nota que duele porque tiene acento propio. Nosotros recibimos ese mecanismo y lo reencuadramos con una energía particular: lo volvimos identidad, folklore político, religión de sobremesa. Al hierro soviético le añadimos algo más seductor: revolución con calor, con épica fotogénica, con barbas, con consignas que sonaban bien en francés y mejor todavía en cafés universitarios.

Cuba fue el gran punto de quiebre sentimental. La revolución que se podía admirar sin ensuciarse los zapatos, desde lejos, como quien colecciona pósters. Y cuando la revolución dijo en voz alta cuál sería el trato con la cultura —“dentro, todo; fuera, nada”—, no faltó quien lo interpretara como si fuera una travesura retórica. El arte latinoamericano de la coartada: convertir una cláusula de control en una frase “compleja”. En nombre de la soberanía se perdonó la cárcel. 

En nombre del antiimperialismo se perdonó el silenciamiento. En nombre de la dignidad se perdonó la obediencia. Aquí aparecen grandes "amigos" del Dictador caribeño que se erigen en cumbres de la intelectualidad latinoamericana desde García Márquez a Guayasamín, pasando por decenas y decenas de escritores, periodistas, artistas, académicos y directivos eternos de gremios y comités repartidos a granel por toda la geografía. ¿Eran inocentes todos ellos u oepradores entusiastas del aparatik? No lo sabemos aún, pero sería una extraordinario servicio que podría hacer el periodismo de investigación de carácter histórico tan poco desarrollado en la Región.

Luego llegó el chavismo y el mecanismo encontró otra escenografía: menos romanticismo de sierra, más espectáculo televisivo. Se repartieron legitimidades, se organizaron peregrinaciones, se fabricaron encuentros internacionales donde la crítica sonaba a traición y la lealtad se vestía de “solidaridad”. El aparato, feliz: siempre ha preferido el aplauso con causa. El aplauso sin causa es vulgar.

Ahora, lo que me deja verdaderamente inquieto no es solo el inventario histórico. Es el presente. Porque uno podría caer en la tentación optimista: “ya pasó, el Muro cayó, esas dictaduras se pudren solas”. Es verdad que varias dictaduras comunistas latinoamericanas hoy parecen un laboratorio de degradación. La épica se les secó. La economía se les rompió. La retórica huele a humedad. Y la represión —cuando ya no hay relato— se queda desnuda, sin glamour.

Aquí viene el giro incómodo: el aparato no depende de la salud del régimen. El aparato es otra cosa. Es una técnica. Un método social que sobrevive a sus templos porque no necesita templos: necesita audiencias, necesita cansancio, necesita polarización, necesita una ciudadanía que confunda identidad con verdad.

Antes, para mover la aguja cultural, hacía falta una red de comités, revistas, congresos, delegaciones, firmas. Hoy basta un ecosistema de plataformas, cuentas coordinadas, narrativas empaquetadas y un flujo constante de contenido diseñado para indignar, dividir, distraer. El viejo operador de sombras ahora tiene panel de control. Ya no organiza congresos: organiza tendencias. Ya no compra prestigio solo en grandes nombres: lo compra en microautoridades, en “gente como uno”, en voces que parecen espontáneas porque eso es lo que el algoritmo premia.

El resultado es una ironía sin poesía: puede que algunas dictaduras estén envejeciendo mal, sí. Puede que estén hundidas en su propia pus asquerosa, incapaces de producir futuro. Pero el aparatik —esa máquina que fabrica virtud, reparte coartadas y organiza entusiasmos— parece más cómodo que nunca en el mundo digital, donde la verdad exige esfuerzo y la pertenencia se consigue con un clic.

Koch me dejó una advertencia que no suena como advertencia, sino como diagnóstico: el problema no era solo Stalin. El problema era la facilidad con la que la cultura puede convertirse en instrumento de poder cuando el poder ofrece, a cambio, una recompensa irresistible: sentirse bueno sin pagar el precio de mirar de frente.

El Muro cayó y muchos celebraron como quien apaga una alarma. Bien. Pero yo no estaría tan seguro de que el ruido terminó. El aparato aprendió a caminar sin uniforme, a hablar sin acento, a oler menos a comité y más a conversación cotidiana. Y, lo peor, a veces ni siquiera necesita dictaduras saludables: le basta con democracias cansadas.

No es que la propaganda haya vuelto. Es que nunca se fue. Cambió de piel, se puso ropa cómoda y aprendió el idioma de nuestro tiempo: indignación rápida, pertenencia inmediata, memoria corta. El siglo pasado lo llamaba “línea”. Hoy se llama “tendencia”.

Y ahí está la trampa final —la que El fin de la inocencia me deja como astilla—: mientras algunos regímenes se pudren en su propia degradación, el mecanismo que los hacía presentables se rejuvenece. No promete paraísos. Ofrece algo más barato y más eficaz: coartadas.

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