Jorge Martínez: la noche sigue siendo Ilegal
No recuerdo el año exacto. Podría decir 1987 ó 1988, pero estaría mintiendo. Lo que no se borra es la sensación. Esa mezcla de vértigo y privilegio que uno siente cuando, siendo apenas un aprendiz de DJ en una emisora libre y poderosa como lo fue Visión FM, termina compartiendo una madrugada entera con una banda que parecía salida de una novela negra escrita a martillazos: Los Ilegales.
Jorge Martínez, el frontman, guitarrista, voz, ideólogo, y azote de los meapilas musicales, era todo lo que mi generación entendía como un rockero de verdad: deslenguado, eléctrico, peligroso, y, al mismo tiempo, un observador lúcido de las miserias humanas. Aquel hombre de ojos feroces y verbo demoledor nos guió, como un Virgilio punk, por los vericuetos de una noche quiteña que se volvió mitológica: bares cerrados, tragos y más excesos compartidos, conversaciones llenas de frases que se nos quedaron tatuadas en la piel, porque jorge además era un tipo que llevaba sin aspavientos un bagaje cultural importante. Alguien que te podía citar a Nietzsche a Borges o Leonard Cohen con toda naturalidad. Estar ante Jorge te daba la certeza de estar ante alguien que nunca bajó la guardia ni ante el tedio, ni ante la censura, ni ante la domesticación cultural.
Hoy, con la noticia de su muerte por cáncer de páncreas, se me agolpan los riffs y las frases. Pienso en aquel primer disco, incendiario, de 1982. En la brutalidad precisa de "Soy un macarra" o "Problema sexual". En la rabia como forma de lucidez. En la arrogancia como trinchera. Y en cómo, contra todo pronóstico, Jorge sobrevivió a la Movida, al fin del vinilo, al rock de estadio, a las modas, a la política cultural de corbata y subvención. Siguió grabando, girando, provocando. A veces con aciertos formidables, otras con excesos, pero siempre con esa voz áspera como la lija con la que te despiertan los bares cuando ya van a cerrar.
Los Ilegales nunca fueron una banda para todos. Y Jorge se aseguró de que así fuera. Por eso se ganaron el respeto de quienes no buscábamos música de fondo, sino detonadores. Y sí, se volvieron una banda de culto. Pero no por rareza, sino por coherencia. Porque, incluso cuando se acercaron al blues, al swing o a los aires latinos, lo hicieron con el cuchillo entre los dientes y la poesía en los nudillos.
Este no es un obituario. Es una despedida malhumorada. Porque duele que se vayan los que no pedían permiso. Los que, como Jorge, nos enseñaron que el rock no era un estilo: era una manera de plantar cara al mundo.
Y en este día gris, solo me queda poner el volumen al tope, abrir una cerveza, mirar al sur y gritar con toda el alma:
"¡Ilegales, sois el mejor grupo de rock del mundo!"



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