Conflicto interno, país herido: defender derechos, nombrar ausentes
En la avenida 25 de Julio, al sur de Guayaquil, hay ahora un altar hecho de cosas pequeñas: camisetas de fútbol aún con olor a detergente barato, globos blancos medio desinflados, velas consumidas hasta deformarse, un par de botines colgados de un poste de luz. A ratos pasa un convoy militar: cascos, fusiles, chalecos antibalas. Nadie se mira demasiado a los ojos.
Este diciembre, mientras el mundo vuelve a pronunciar las palabras solemnes del Día Universal de los Derechos Humanos, en Ecuador la escena central es esa: un altar improvisado en Las Malvinas, rodeado de uniformes, silencio oficial y madres que sostienen fotografías como si fueran chalecos salvavidas en mar abierto.
Un país en “guerra interna”
Desde el 9 de enero de 2024, el gobierno decidió nombrar lo que vivimos como “conflicto armado interno” y entregó a las Fuerzas Armadas la tarea de neutralizar a 22 bandas criminales declaradas “organizaciones terroristas”. Sobre el papel suena a estrategia; en la calle se parece mucho más a una huida hacia adelante: estados de excepción casi permanentes, soldados patrullando barrios pobres, prisiones bajo control militar y una fe casi religiosa en que más fusiles traerán, por alguna misteriosa alquimia, más seguridad.
Human Rights Watch fue bastante clara: el gobierno no ha demostrado que se cumplan los criterios para hablar jurídicamente de un conflicto armado no internacional, y la militarización ha venido acompañada de serias violaciones de derechos humanos: detenciones arbitrarias, malos tratos, torturas, incluso asesinatos encubiertos bajo la retórica de la “guerra contra el terror”.
En paralelo, los homicidios se dispararon en los últimos años, la extorsión se volvió rutina, y la geografía del miedo se expandió desde las cárceles hacia las aulas, los buses, los barrios donde la frontera entre “zona roja” y “zona residencial” se volvió una broma cruel.
La tentación es comprensible: ante la violencia del crimen organizado, el poder político se aferra al lenguaje de la guerra. Pero la guerra, lo sabemos desde hace tiempo, siempre se cobra la cuenta donde la gente es más barata para el sistema: cuerpos jóvenes, pobres, afrodescendientes, con el delito escrito de antemano en la piel, en la dirección domiciliaria, en los tatuajes.
Los 4 de Las Malvinas: un crimen que desborda el eufemismo
El 8 de diciembre de 2024, cuatro chicos —Steven Medina, Josué Arroyo, Ismael Arroyo y Nehemías Arboleda— salieron de sus prácticas deportivas en el sur de Guayaquil. Eran niños y adolescentes afrodescendientes; soñaban con ser futbolistas o militares. No sabían todavía que, en este país, llevar uniforme puede darte medallas… o convertirte en objetivo.
Mientras caminaban cerca del Mall del Sur, fueron interceptados y golpeados por un piquete de 16 uniformados de la Fuerza Aérea Ecuatoriana. Los subieron a camionetas militares. Desde ese momento, quedaron desaparecidos.
Sus familias hicieron lo que hace cualquier familia cuando la realidad se rompe: buscaron en hospitales, cuarteles, fiscalías. Encontraron puertas cerradas, versiones contradictorias, órdenes tácitas de “esperar” y una lentitud institucional que solo puede describirse como crueldad burocrática. Los niños no aparecían.
Hasta que aparecieron. El 24 y el 31 de diciembre, en plena temporada de villancicos y ofertas de televisión gigante, se localizaron restos calcinados cerca de Taura, en la zona de Casa de Zinc. Peritajes posteriores confirmaron que eran ellos. Tres cuerpos presentaban impactos de bala, todos mostraban signos de incineración con acelerantes.
Con el tiempo, algunos de los militares involucrados terminaron confesando que golpearon, torturaron y humillaron a los chicos durante un recorrido que fue descrito como un “viacrucis de torturas”. El relato oficial, que al inicio los presentó como delincuentes, se desmoronó frente a las pruebas, los videos, los testimonios y la persistencia de las familias.
La Fiscalía imputó a 16 miembros de la FAE por desaparición forzada, un delito imprescriptible. La CIDH condenó el caso y subrayó el carácter particularmente grave de la desaparición y asesinato de un niño y tres adolescentes afrodescendientes por agentes estatales.
Y, sin embargo, un año después, la palabra que sigue flotando sobre la causa es “impunidad”. No solo jurídica, también simbólica.
Trolls, tatuajes y la vieja costumbre de culpar a los muertos
En paralelo a las investigaciones, una maquinaria menos visible, pero igual de violenta, se puso en marcha: la de las campañas de revictimización. Desde cuentas anónimas o abiertamente oficialistas, se intentó instalar la idea de que los chicos eran “delincuentes”, “ladrones de celulares”, “parte de bandas”. El mismo libreto de siempre: si logramos manchar el nombre de las víctimas, el crimen duele menos o, con suerte, deja de ser crimen.
La prensa independiente —Plan V, entre otros medios— se encargó de desmontar, pieza por pieza, esas narrativas: los chicos venían de jugar fútbol; no hay una sola prueba seria de vínculo con bandas; en cambio, hay videos donde se ve a los militares golpeándolos y subiéndolos a una camioneta, peritajes que encuentran sangre en los vehículos oficiales, reconstrucciones que muestran cómo fueron trasladados, desnudos y heridos, hacia la zona de Taura.
En el fondo, la lucha no es solo por establecer qué pasó esa noche, sino por una pregunta más incómoda: ¿quién tiene derecho a ser considerado inocente en un país asustado?
Porque la otra cara de la “guerra interna” es esa: en barrios como Las Malvinas, bastan un tatuaje, la forma de vestir o simplemente estar en la esquina equivocada para que un operativo militar te señale como enemigo. Un soldado, entrevistado en una investigación sobre abusos militares, admitía que se tortura a jóvenes a los que consideran sospechosos solo por su apariencia, para “obtener información”.
Es difícil no recordar, en este punto, una de las lecciones básicas del sistema interamericano de derechos humanos: el Estado no puede parecerse a aquello que dice combatir. Un gobierno puede y debe enfrentar al crimen organizado; lo que no puede hacer es colocarse, moral y legalmente, en el mismo lugar que una banda armada.
31 desapariciones forzadas, decenas de familias, una misma sombra
El caso de los 4 de Las Malvinas no es un rayo aislado en cielo despejado. Es el relámpago que ilumina un paisaje que ya estaba ahí.
Según la Fiscalía, entre enero de 2024 y mediados de 2025 se registraron 31 denuncias de desapariciones forzadas atribuibles directamente a militares en el contexto del conflicto armado interno. La Alianza de Organizaciones por los Derechos Humanos habla, además, de 19 ejecuciones extrajudiciales y cientos de denuncias por extralimitación en el uso de la fuerza desde que Noboa llegó al poder.
Plan V y CONNECTAS, con datos oficiales, muestran que en 2024 se disparó la desaparición de menores (322 niños, niñas y adolescentes) y que el CDH registró 27 desapariciones forzadas, 9 de ellas de menores de edad. Organizaciones como el Comité Permanente por la Defensa de los Derechos Humanos de Guayaquil hablan de un patrón: barrios pobres de la Costa, operativos militares sin control civil efectivo, detenciones sin registro, jóvenes que salen de casa y no regresan.
Frente a este panorama, la respuesta institucional oscila entre el silencio, la negación y, en el peor de los casos, la construcción de blindajes legales como leyes que permiten a militares investigados por violaciones graves a derechos humanos evadir la prisión preventiva si alegan que actuaron en el marco del “conflicto armado interno”.
Más que una política de seguridad, parece una política de olvido anticipado.
Defensores de derechos humanos: los “anti-héroes” de una guerra mal contada
En medio de este escenario, la palabra “defensor de derechos humanos” vuelve a incomodar al poder. Es lógico: donde se normaliza la idea de que “hay que hacer lo que sea necesario” contra el crimen, cualquiera que recuerde que “lo que sea” tiene límites legales y éticos es visto como obstáculo, aguafiestas, antipatria.
Organizaciones como INREDH, Afroredh, la Alianza por la Niñez y Adolescencia, el CDH de Guayaquil y la Alianza de Organizaciones por los Derechos Humanos han hecho exactamente lo que se supone que no debe hacerse en una “guerra interna” mal diseñada: preguntar, documentar, litigar, acompañar, poner nombres a las víctimas, exigir auditoría del Plan Fénix, reclamar transparencia sobre resultados reales y costos humanos de la militarización.
Su trabajo no es romántico. Es cansado, frustrante, peligroso. Implica enfrentarse a campañas de odio, amenazas veladas, auditorías selectivas, sospechas de todo tipo. Implica, también, seguir yendo a audiencias donde los familiares repiten una y otra vez los mismos hechos ante funcionarios que parecen estar siempre “tomando nota”.
La Declaración Universal de Derechos Humanos, cuyo aniversario queremos celebrar, no fue escrita para tiempos tranquilos. Nació como un muro de contención frente a Estados que, en nombre de guerras muy reales, con enemigos muy reales, decidieron que había vidas prescindibles. En 1948, la humanidad se dijo a sí misma: nunca más.
La pregunta incómoda es si en 2025, en un barrio como Las Malvinas, esa promesa suena a algo más que a discurso de ceremonia.
La prensa como obstinación moral
En esa misma trinchera, de otra manera, está la prensa. No toda; la que se toma en serio su oficio de mirar donde el poder prefiere la penumbra.
Ha sido el trabajo de medios como Ecuavisa, Plan V y periodistas sueltas como Karol Noroña, entre otros, el que ha permitido reconstruir minuto a minuto lo que les pasó a los cuatro niños: la hora en que salieron de la cancha, el video de la camioneta militar, los golpes, el recorrido hacia Taura, las contradicciones en el relato oficial, la existencia de un chat entre militares para coordinar versiones, el intento deliberado de culpar a una banda criminal de la zona. Además, ha sido una tarea hecha desde la empatía hacía las víctimas, llena de una humanidad profunda que devuelve el sentido al conceoto del periodista como defensor de derechos humanos.
También han sido periodistas quienes han recogido testimonios de soldados anónimos que admiten torturas, de madres que cuentan cómo los militares se negaron a registrar las detenciones de sus hijos, de abogados que describen con paciencia de cirujano los vacíos legales que hoy permiten cierta impunidad con uniforme.
En un contexto donde la imagen del soldado es vendida como la del nuevo héroe nacional —el que “sí se atreve” a enfrentar a los narcos—, el periodismo que se atreve a preguntar qué se hace exactamente en nombre nuestro corre un riesgo doble: el de los criminales a los que investiga y el de la furia de un oficialismo que prefiere las historias lineales, sin niños torturados, sin madres llorando frente a cuarteles.
Por eso, hablar de libertad de expresión en el Día de los Derechos Humanos, en el Ecuador de hoy, no es un lujo corporativo de periodistas susceptibles. Es parte de la misma batalla por la vida y la dignidad de quienes no tienen micrófono, ni cuenta verificada, ni abogado de cabecera.
10 de diciembre, entre fusiles y velas
Visto desde lejos, el 10 de diciembre suele ser un día de mensajes solemnes: comunicados institucionales, hilos de Twitter con frases de Eleanor Roosevelt, fotos de autoridades firmando compromisos. Visto desde la avenida 25 de Julio, la fecha tiene otro peso.
Ahí, las madres de los 4 de Las Malvinas y de otros desaparecidos sostienen fotos que al Estado le cuesta mirar. Los defensores reparten hojas volantes con palabras incómodas: desaparición forzada, ejecución extrajudicial, responsabilidad estatal. Los periodistas, grabadora en mano, siguen acumulando nombres, fechas, contradicciones.
Y pasan, una vez más, los vehículos militares.
Defender derechos humanos en este contexto no es un gesto naïf, ni una moda progresista, ni un hobby de ONG financiada desde lejos. Es una forma de insistir en que incluso en medio del terror del narco, incluso con el miedo golpeando todas las puertas, hay cosas que un Estado democrático no puede hacer. Que ni el uniforme ni el hashtag de campaña convierten en legítimo lo que es, en esencia, barbarie.
En el altar de Las Malvinas, entre las velas derretidas y las camisetas de fútbol, lo que se juega hoy no es solo la memoria de cuatro niños, afrodescendientes, pobres, que soñaban con una vida distinta. Se juega también la pregunta de si vamos a aceptar que la “seguridad” se construya sobre cuerpos incinerados y expedientes archivados, o si todavía nos queda la terquedad suficiente para decir que no.
La Declaración Universal de Derechos Humanos es un texto breve. El expediente de los 4 de Las Malvinas tiene más de cinco mil páginas. En esa desproporción hay una lección amarga: para violar un derecho basta una orden mal dada, un silencio cómplice, una firma en un decreto. Para defenderlo se necesitan años de trabajo, abogados insistentes, periodistas obstinados, madres que no se cansan, gente que, pese a todo, sigue encendiendo velas debajo de un poste.
En el Ecuador del “conflicto armado interno”, celebrar el Día de los Derechos Humanos no es posar para la foto. Es elegir de qué lado de esa historia queremos seguir estando. Y recordarlo, cada vez que un convoy militar pase frente a un altar donde cuatro niños siguen preguntando, desde otra parte, lo mismo que sus familias y las otras 43: ¿dónde están los límites?



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