El primer amor
“Cuida de tu mente más que de tu fama, más que de tu cuerpo.”
— atribuido a Marco Aurelio
El mensaje llegó, como llegan ahora casi todas las iluminaciones contemporáneas: en una captura de pantalla de WhatsApp. Un párrafo largo, sin respiraciones, lleno de promesas: si te amas lo suficiente, dejarás de necesitar amor; cuando dejes de necesitarlo, solo llegarán a tu vida personas de luz; saldrás al cine, a cenar, harás deporte, pero nada te dará tanto placer como cerrar los ojos y sentir el amor que llevas dentro. Remata con una frase que suena a diploma espiritual: “Tienes que lograr vivir de tal manera que puedas prescindir de las personas y de los objetos. Esa será la prueba de que has recuperado el contacto con tu alma.”
Lo leí dos veces. Primero, con simpatía: detrás hay algo verdadero. Después, con sospecha: detrás también hay una trampa. Porque entre el amor propio y el narcisismo espiritual hay un territorio resbaloso, lleno de frases bonitas que pueden ser bálsamo… o anestesia.
La idea central es clara: el primer amor debería ser el que dirigimos a nosotros mismos. No como un capricho narcisista, sino como una condición para amar bien a los demás. En clave estoica, podríamos decir que el primer deber es reconciliarnos con ese yo que nos habita, hacerlo habitable. Nadie construye una casa sobre un terreno que odia; nadie levanta vínculos sanos desde un autodesprecio silencioso.
El texto de la captura tiene razón en algo importante: cuando uno se quiere bien, deja de mendigar afecto. Se vuelve menos probable que tolere relaciones en las que lo maltratan, lo usan o lo decoran. El que se ha sentado a solas con sus heridas y las ha llamado por su nombre suele tener menos paciencia ante la violencia cotidiana. En eso, bien por el mensaje motivacional: hay un aprendizaje real al dejar de poner tu corazón en manos de cualquiera que pase.
Pero al mismo tiempo, hay algo que chirría en esa promesa de “no necesitar a nadie”, de “prescindir de las personas y de los objetos” como examen final de pureza espiritual. Ahí, el estoico que llevo dentro, levanta la ceja y carraspea.
Los estoicos nunca fueron amantes del aislamiento heroico. No eran gurús de montaña, sino ciudadanos que vivían en medio del mercado, de la plaza, del ruido. Marco Aurelio escribía sus meditaciones en campaña militar, rodeado de soldados, polvo y la burocracia imperial. Séneca dictaba cartas sobre la serenidad mientras lidiaba con intrigas palaciegas. Epicteto enseñaba en un aula pequeña a jóvenes que seguramente también miraban por la ventana y se distraían.
Para ellos, el problema no era necesitar a los otros; el problema era confundirse: creer que la propia dignidad depende de lo que los otros hagan con uno. Es diferente.
Necesitar a los demás es humano. Depender de su aprobación para existir es otra cosa.
Por eso, cuando el texto de la captura sugiere que la meta es reducir el mundo hasta que quepa dentro de uno, mi intuición estoica protesta. El objetivo no es encoger el mundo, sino agrandar el carácter. No es hacer de la vida una burbuja perfecta en la que nada nos afecte, sino aprender a estar en medio de la intemperie sin rompernos del todo.
Tal vez el amor propio no sea esa autosuficiencia radiante, siempre en paz, siempre llena de sí misma, que parece prometer el texto. Tal vez se parezca más a algo menos glamuroso: llegar al final del día, mirarse al espejo y poder decirse, sin grandilocuencia: “Hoy, al menos, no me traicioné”.
No minimizar lo que siento. No aceptar lo inaceptable solo para que no me dejen. No pasar por encima de lo que considero justo para caerle bien a alguien. No fingir que no me importa cuando sí me importa. Ese tipo de cosas pequeñas, casi grises, que rara vez se convierten en hashtags, pero que construyen una forma de estar en el mundo.
El “primer amor” como “primer deber” sería entonces una especie de contrato básico con uno mismo: no usaré mi vida contra mí. No seré mi primer agresor. No seré el abogado de quienes me maltratan. No voy a hablarme con él con el tono que jamás permitiría que otro usara conmigo.
Reconciliarse con el yo que nos habita no es hacerle un altar, es dejar de sabotearlo.
En la práctica, se parece menos a una epifanía mística y más a decisiones comunes: dormir un poco más en lugar de ganar otra batalla inútil en redes; aceptar que necesito ayuda terapéutica en vez de seguir haciéndome el fuerte; apagar el celular a tiempo para escuchar ese ruido sutil que hace el corazón cuando se queda solo con su cansancio.
Amarse también es poner límites, incluso a uno mismo. El estoicismo, que parece tan rígido desde lejos, en el fondo es una escuela de cuidado. No se trata de suprimir la emoción, sino de educarla; no de negar el deseo, sino de orientarlo hacia lo que no destruye.
Por eso desconfío del ideal de “no necesitar nada” como síntoma de crecimiento. Hay cosas que es bueno necesitar: un poco de ternura, un café con alguien que nos escuche, un libro que nos descoloque, una ciudad donde todavía podamos caminar sin armadura. El truco está en que si faltan, no nos desmoronemos por completo. Que la carencia duela, pero no nos devuelva a la servidumbre interior.
Quizás el amor propio, en una versión menos mística y más estoica, sea aprender a ser un buen anfitrión de uno mismo. No expulsar de la casa al niño asustado que aún vive adentro, al adolescente que hizo tonterías, al adulto que tomó malas decisiones. Sentarlos a todos en la misma mesa, escuchar sus quejas, sus culpas, sus miedos y decirles algo así como: “Sí, la regamos muchas veces. Pero seguimos aquí. Vamos a intentar hacerlo mejor.”
Eso no queda bien en un post motivacional, pero se parece más a la paciencia que a la iluminación. Y sin paciencia no hay amor que dure, ni hacia otros ni hacia uno mismo.
El texto de la captura insiste en la idea de “no distraerte”: el camino espiritual consiste en mantenerse enfocado, sin dejar que el mundo nos arrastre. A mí me gustaría matizarlo: la vida también está hecha de distracciones. Lo importante no es vivir sin ellas, sino elegirlas a conciencia.
Puede que parte del amor propio consista en seleccionar con cuidado aquello que nos interrumpe. A quién le damos tiempo, con qué llenamos los silencios, qué tipo de ruido dejamos entrar en la casa. Amarse también es saber cerrar la puerta. Pero a veces, amarse es abrirla de nuevo, cuando llama alguien que vale la pena aunque nos desordene la sala.
Tal vez el signo de que empezamos a reconciliarnos con el yo que nos habita no es que podamos prescindir de las personas y de los objetos, como sugiere la frase final, sino que ya no nos aferramos desesperadamente a ellos. Que podemos disfrutarlos, agradecerlos, llorarlos cuando se van, sin que eso nos haga perder la dignidad.
Marco Aurelio, en sus noches de campaña, anotaba algo que podríamos traducir así: “Ama lo que tienes mientras lo tienes, pero recuerda que no te pertenece.” Ese doble movimiento –cuidar y soltar– es, en el fondo, el núcleo de cualquier amor sano, incluido el que dirigimos hacia nosotros mismos.
El primer amor, ese que deberíamos practicar antes de proclamar cualquier otro, quizá no sea un estado luminoso y permanente, sino una disciplina suave: hablarse con respeto, mirarse con menos dureza, hacerse responsable de la propia vida sin convertirla en un juicio eterno.
No es una iluminación capturable en una captura de pantalla. Es, más bien, un trabajo artesanal y cotidiano. Cómo ir lijando una madera vieja: pacientemente, capa por capa, hasta que la superficie deje de astillarnos las manos.
Al final del día, cuando apagamos el celular y la avalancha de frases inspiracionales se calla, queda una pregunta que no se puede delegar en ningún gurú, ningún hashtag, ningún “Makaroff” de turno:
¿Estoy dispuesto a tratarme con la misma mezcla de firmeza y ternura con la que trataría a alguien a quién amo de verdad?
Tal vez ahí empieza el primer amor. Y, con él, el primer deber.


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